En busca de Dios entre cristales marrones: crónica del DMT en las fiestas urbanas de Santiago
Los nombres de los consumidores han sido cambiados para proteger la confidencialidad de los informantes
—¿Crees en Dios?
Pregunta Pedro Pablo (21), al tiempo en que aproxima una pipa de silicona hacia sus labios. Está en una habitación aislada al resto de la fiesta. Mientras, el retumbar de la música urbana pone a temblar las cuatro paredes que lo encierran.
—Sí —le responde alguien con reticencia.
No alcanza a percibir la duda en el tono de voz, aunque tampoco parece importarle. En su lugar, simplemente pide un encendedor.
Uno, dos, tres. Alrededor de tres segundos le toma calentar unos cristales marrones. Al ver que aún le falta, lo hace de nuevo. Uno, dos, tres; casi como si se tratara de un ritual.
—Esto... —dice de repente, llenando sus pulmones con una intensa calada del humo—. Esto es lo más cercano que estarás de conocerlo.
Apenas unos minutos más tarde, Pedro Pablo cae rendido sobre el colchón de la cama.
Acaba de sucumbir a la molécula de Dios.
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La dimetiltriptamina (DMT), conocida como molécula de Dios, es un compuesto psicodélico que ha tomado relevancia a nivel nacional dada la migración de sus consumidores. Se dio a conocer en 1931 tras ser sintetizada por el químico canadiense, Richard Helmuth. Más adelante, en 1950, se descubriría su presencia en la naturaleza mediante cierto tipo de plantas y animales. De acuerdo con la investigación de 2018, Dark Classics in Chemical Neuroscience: N,N-Dimethyltryptamine (DMT), sus efectos se caracterizan por un intenso potencial alucinógeno capaz de inducir a experiencias sensoriales y visuales de alta intensidad. Por esto último, es posible encontrarla en la preparación tradicional de la ayahuasca, brebaje usado en ceremonias chamánicas con el fin de facilitar la comunicación con entidades divinas.
Sobre su presencia en Chile, Gonzalo Santander, miembro de la PDI y jefe de la Brigada Investigadora de Sustancias Químicas (BRISUQ), asegura: "No es una droga nueva en el país (...) pero las incautaciones pasaron de temas de índole meramente religiosa a jóvenes con ganas de curiosear".
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Benjamín (19) forma parte de esos jóvenes.
El estudiante de ingeniería en la Federico Santa María camina de un lado a otro sobre el pavimento que da a la salida del metro Carlos Valdovinos. Tras años de consumo de estupefacientes, cualquiera pensaría que habría adquirido cierta normalidad para realizar este tipo de transacciones. Error. Luce casi tan nervioso como la persona inexperta que le acompaña.
El clima, ya gélido dada la estación, se torna aún más punzante al momento en que un rostro conocido desciende los escalones que dan a la autopista. Cojea con la pierna derecha al caminar. Sus ojos, hundidos en su rostro moreno, son tajantes. No por nada le llaman La muerte.
El procedimiento es simple, mecánico, rutinario. El hombre, de edad desconocida, le ofrece la mano a Benjamín. Este se la acepta sin mediar palabra.
Para el transeúnte promedio, la escena ha de verse como un saludo cualquiera entre amigos. Para quienes saben lo que realmente está sucediendo, es en verdad un acto delictivo que podría fácilmente terminar con ambos sujetos tras las rejas.
Ahora, con quince mil pesos menos en el bolsillo, pero una dosis más de DMT para consumir en su próximo carrete, Benjamín se retira. Ambos han tomado direcciones opuestas. Para ambos, el encuentro nunca sucedió.
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En cuanto al origen de la sustancia, Santander explica que su producción se da tanto a nivel internacional como nacional. Tal es el caso del "Walter White de Buin", un estudiante de química en la Universidad de Chile que producía la droga en su propio domicilio.
El potencial de efecto resulta ser el principal diferenciador de la dimetiltriptamina con otras drogas, mas varía dependiendo del modo en que se consuma. Al ser inhalado o fumado, el efecto es prácticamente inmediato. La duración total de la experiencia ronda los quince a veinte minutos. Estos resultados empiezan a desaparecer en aproximadamente media hora. En contraste, al ser ingerido de manera oral, su experiencia tiene un tiempo de vida más prolongado. Estos efectos pueden tardar entre 30 a 60 minutos en manifestarse, llegando a durar hasta seis horas, en suma.
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—Para mí fue algo más introspectivo —relata Pedro Pablo—. Fue... fue... fue... como si por un momento yo fuera Dios.
El chico, actual trabajador de Dunkin Donuts, atribuye la culpa de su consumo a los problemas psicológicos que le fueron diagnosticados en 2021; depresión y trastorno límite de la personalidad. Los conflictos familiares, malas influencias y decisiones aún más atroces, fueron los que dictaminaron que acabara metido en el mundo de los narcóticos. Pedro Pablo asegura que lo que lo incitó a meterse específicamente con el DMT, fue su potencial de desconexión inmediata con el mundo real.
—No es adictivo en sí mismo —explica, al tiempo en que bebe un sorbo de su roncola. Los efectos de la droga ya se han disipado—. Lo que te hace volver es el sentimiento.
—¿Qué sentimiento?
Cuando vuelve sus ojos sobre quien lo entrevista, algo en ellos parece haber cambiado: lucen incluso más hundidos que antes.
—El de tener la solución a todo.
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El consumo de esta droga no solo implica riesgos intensos en el corto plazo, sino más bien daños prolongados y acumulativos que pueden afectar gravemente la salud mental y física. A largo tiempo, puede desencadenar o agravar trastornos psiquiátricos latentes, como esquizofrenia, depresión severa o trastorno bipolar, además de generar episodios persistentes de ansiedad, despersonalización y dificultad para distinguir la realidad de la alucinación. En algunos casos, se han reportado flashbacks y alteraciones perceptivas permanentes, incluso mucho tiempo después del consumo. El peligro se intensifica cuando se mezcla con otras sustancias, especialmente antidepresivos, alcohol u otros estimulantes, combinaciones que pueden provocar crisis hipertensivas, síndrome serotoninérgico —potencialmente mortal—, convulsiones y pérdida de conciencia. Todo ello convierte su uso en una práctica de alto riesgo, cuyas consecuencias pueden extenderse mucho más allá del momento inmediato de la ingesta.
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Miguel (28) recuerda que la música de las fiestas sufría una metamorfosis hasta convertirse en una sinfonía angelical. Que el cobertor del sofá en el que se acostaba de la nada era una nube. Una suave nube sobre la cual podía volar hacia el lugar que él deseara.
—¿Por qué dejaste de tomarlo?
—No sé. Supongo que abrí los ojos —Miguel traga con fuerza—. Nada de eso era real ¿no?
No estudia. No trabaja. Dice estar perdido en el mundo y explica que ese ha sido el motivo por el cual sucumbió al pecado: creía que así iba a encontrar su propio significado.
El mismo razonamiento sigue Benjamín: "Si esta huea ayudó a los chamanes a conectar con Dios, mínimo que me ayude a mí a encontrarme".
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Según una encuesta del Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (SENDA) de 2023, el 21,4 % de las estudiantes entre 4° básico y 4° medio afirmó haber consumido drogas, cifra similar a la de los varones, quienes declararon un 16,1 %. Este fenómeno ha venido acompañado de un incremento en el consumo de sustancias de mayor intensidad, como la cocaína, la pasta base y los alucinógenos.
Para Sebastián Brito, psicólogo experto en adicciones, graduado de la Universidad Católica "este es un problema generacional (...) y la mayor cantidad de problemas de salud mental ha venido de la mano con el consumo de estupefacientes". En ese orden de ideas, explica que, en un intento desesperado por hallar respuestas, es donde su vulnerabilidad les hace caer en la adicción.
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Como si fuera un montaje cinematográfico, se intercalan las imágenes de tres jóvenes llorando.
Benjamín está encerrado en el baño de la casa de un desconocido, instantes antes de fumarla. Teme las convulsiones que podría provocar, pero ese miedo no logra detenerlo. Durante la fiesta discutió con un amigo y ahora solo quiere olvidar.
Pedro Pablo, casi sin darse cuenta, queda atrapado en el trance de su consumo. Le cuesta distinguir la realidad de la alucinación, y esa confusión lo aterra.
Y Miguel, meses después de la última vez que vio uno de esos cristales marrones, recuerda su paso por ese mundo. Mientras relata su experiencia, piensa en cómo estará mejor sin ese escape.
—¿Crees en Dios?
Han pasado cuarenta minutos desde la primera vez en que Pedro Pablo inquirió lo mismo. Es sencillo pensar que se le ha olvidado.
—Sí.
Esta vez, antes de dar su consejo, no levanta la mirada: se queda observando el suelo, como si no estuviera hablándole a su interlocutora, sino a sí mismo.
—Entonces aléjate lo más que podai de esto —dice, refutando lo dicho en un comienzo
—Esto es todo menos Dios.