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El voto revuelta: La segunda ola del malestar en Chile
Foto: Agencia Uno

El voto revuelta: La segunda ola del malestar en Chile

Por: Raúl Zarzuri Cortés | 24.11.2025
La revuelta del 2019 dejó en circulación una serie de demandas y narrativas que todavía continúan vigentes y que se conectan con el descontento electoral actual que se manifiesta en esto que llamo el “voto revuelta”, que es un voto de castigo o voto de ruptura. La paradoja de todo esto, es que no estamos en un país que está dividido, sino que es un país desencantado.

Evidentemente hubo varias sorpresas tras conocerse los resultados de las elecciones presidenciales, hace poco más de una semana, pero no es el objetivo de esta columna analizarlas. Lo que voy a intentar hacer es poner en circulación una interpretación de los resultados desde una lectura sociológica.

La hipótesis que voy a sostener es que los resultados de las elecciones presidenciales del domingo pasado deben leerse como una expresión electoral de la revuelta iniciada el año 2019, por lo tanto, lo que estamos viviendo con estas elecciones, es una “segunda revuelta”, que, por supuesto es menos visible y más silenciosa, porque no transcurre en la calle, sino en las urnas, con el voto. A pesar de esto, es quizás más disruptiva y profunda. Es una segunda ola de malestar que el sistema político no alcanza, o quizás, no quiere entender.

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Podemos señalar que, hasta ahora, las lecturas dominantes sobre las últimas elecciones realizan un ejercicio sobre el comportamiento electoral que remiten a las viejas categorías tradicionales, a saber: derecha, izquierda, centro; progresistas versus conservadores; candidatos del orden o anti-sistema. A mi parecer, esto no es suficiente para entender lo que ha ocurrido. Por lo tanto, las interpretaciones que señalan que estamos frente a un giro ideológico o a un reacomodo dentro del ciclo electoral no son las más adecuadas para interpretar lo ocurrido

¿Qué se observa? Actualmente la gente no está votando por proyectos, está votando contra un sistema que aparece como agotado. Hay que recordar que la relación entre ciudadanía y política en lo que se ha llamado “proceso de transición hacia la democracia” siempre fue distante y con un énfasis tecnocrático. Eso produjo cierta estabilidad, pero a estas alturas es claro que no ha sido suficiente. Esta estabilidad comenzó a resquebrajarse y alcanzó su punto cúlmine el año 2019. La salida fue pactada y se pensó que bastaba con administrar el malestar, cuestión que no ha funcionado porque la incomodidad con el sistema se quedó, no desapareció.

Así, las promesas de transformación del sistema a través de un proceso constituyente o los intentos de implementar políticas públicas o la supuesta vuelta a la normalidad después de la pandemia no lograron que la rabia y el descontento desapareciera. Al contrario, se observa un aumento de ese descontento porque se percibe que el sistema y la institucionalidad no ha sido capaz de canalizar las demandas originales del estallido. Así, la gente piensa y siente que no ha sido escuchada y lo que es peor, siente que ha sido ninguneada por todo el sistema político, cuestión que ha sabido canalizar muy bien Parisi, por ejemplo.

Es claro hasta acá, que nunca volvimos a la normalidad, por más que todo el sistema nos quisiera hacer creer eso. La fractura entre sistema político y vida cotidiana fue creciendo. La fractura no solo es programática, es también emocional y simbólica, y cuando esto ocurre, o sea, cuando todo el entramado simbólico falla, lo que estaba en el margen tiene la oportunidad de aparecer y hacer captura de los significados, cuestión que estamos observando con esta elección presidencial.

Sociológicamente hablando, esto no es tan novedoso porque es algo que se observa en otros lugares del mundo. Los ciudadanos/as sienten que las instituciones no están respondiendo a cuestiones concretas que se manifiestan en la vida cotidiana: seguridad social y policial, posibilidad de llegar a fin de mes con el dinero que puedan generar, acceso digno a servicios, entre otras cosas. Esto construye una respuesta frente a esta inoperancia del sistema que se manifiesta en un castigo al establishment que se suma a la pérdida con una identificación ideológica en particular. 

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Lo que interesa entonces, es votar por aquellos que podrían ser capaces de responder/resolver los problemas concretos que ocurren en la vida cotidiana. Una vida cotidiana que es asfixiante, donde el día a día es como estar arriba de una cuerda floja o estar en el mar con el agua hasta las narices y con dificultades para respirar y que, en cualquier momento, por cualquiera circunstancia, nos caemos de la cuerda o nos ahogamos.

Por otra parte, hay que entender que los votantes en estas elecciones no están abrazando doctrinas, están expresando malestar y la búsqueda de escucha; de alguien que quiera escucharlos/as porque el sistema dejó de escuchar. Así votar por la extrema derecha o por un candidato anti-sistema no implica adhesión completa a sus programas, sino a “una oreja que escucha”.

La revuelta del 2019 dejó en circulación una serie de demandas y narrativas que todavía continúan vigentes y que se conectan con el descontento electoral actual que se manifiesta en esto que llamo el “voto revuelta”, que es un voto de castigo o voto de ruptura. La paradoja de todo esto, es que no estamos en un país que está dividido, sino que es un país desencantado. Así, el fenómeno pendular que se echa mano como otra explicación, manifiesta solo la necesidad de aferrarse a algo; de tener un punto de apoyo. Una vez fue Boric y ahora, al parecer, será Kast.

Como señalé, estamos en presencia de una segunda ola de malestar que se manifiesta en este voto revuelta. El desafío que se nos presenta es resolver un problema de fondo: cómo transformar el malestar/la rabia en un proyecto común. Hasta que esto no ocurra, seguiremos asistiendo a revueltas electorales o extra electorales.

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