Cesfam de Limache: Cuando las personas no importan
Son, aproximadamente, las 8:29 de la mañana del 6 de noviembre de este año 2025 y acabo de dejar a mi hijo de 5 años en el Colegio. De vuelta, mientras manejo con algo de sueño, pienso en cómo ese pequeño de ojos vivaces y sonrisa fácil ha sido capaz de resignificar la vida de todos los que giramos embelesados a su alrededor. Pienso en cómo imagino su vida y hasta su vejez, cuando yo ya no lo acompañe. Espero que lo traten siempre bien.
Estoy escuchando el programa de noticias de radio Bío Bío. Habla una mujer que quiere dar su testimonio. Una mujer ya mayor cuya madre, seguramente, la amó, cuidó y esperó que la trataran bien.
No la conozco. No dijo su nombre. Solo celebro que su voz haya viajado y se haya esparcido porque la radio le dio al menos ese derecho. Los únicos datos de ella son los que siguen: se trata de una profesora jubilada, con una pensión mensual de $240.000 y que había concurrido al Cesfam de Limache para que le entregaran unos remedios que se le habían agotado. Su testimonio lo entregó a las 7:20 de la mañana, luego de una larguísima espera en el consultorio, pero en la radio se difundió a las 8:29 de la mañana.
Contó que llegó muy de madrugada para obtener un número, y así ser atendida por un médico que le autorizara la entrega de los remedios. Los números solo se entregan entre las 7 y las 7:30 de la mañana. A las 7:20 de la mañana los números se habían terminado y la enfermera le explicó que solo se atendían tres pacientes, que sus remedios solo se los podían entregar previa consulta con un médico y que no había médicos. Debería volver el lunes. “La solución que me dan –explicó la señora– es que vuelva el lunes y supongo que deberé llegar a las 5 de la mañana. Y bueno, de aquí al lunes tendré que morirme sin mis remedios, ese es problema mío”.
“Problema mío”. Ella lo sabe. Su salud, su vejez abandonada, su soledad en medio de las angustias de la pobreza, es “su” problema. Así nos lo fue dictado por ese neoliberalismo de la competencia que olvida a los menos competitivos, que maltrata a sus profesoras, que arrincona a sus viejos y que deja morir a sus enfermos, porque esa gente no importa. La imaginé de niña, corriendo, subiéndose a los árboles y creyendo que el mundo podía ser bueno. Imaginé a su madre deseando que cuando su hija fuese vieja la tratáramos bien. Y sentí una pena profunda.
La forma en que la tratamos es terrible. Tiene una pensión de de $ 240.000 mensuales. Es decir, vive en una pobreza absoluta. No puede comprar sus medicamentos. Y en el Cesfam no hay números, médicos ni remedios. Esto demuestra con claridad en quiénes nos hemos convertido. ¿En qué momento decidimos que seríamos la sociedad del abandono, de la desidia, de la salud como mercancía y privilegio? Y, de verdad, ¿queremos seguir siendo este tipo de sociedad?
La brutalidad neoliberal de la dictadura militar está fuera de duda. Pero esa brutalidad, con su pobreza por sobre el 40% y su concentración obscena de la riqueza en sus sostenedores civiles es algo ya estudiado. Menos estudiado –los libros de Enrique Román son muy recomendables en esta materia– es el hecho de que ese neoliberalismo no haya sido seriamente desafiado por ningún gobierno. Me salto a los gobiernos.
Los gobiernos de Michelle Bachelet mostraron una mayor sensibilidad por los más postergados y hubo iniciativas que deben valorarse, pero no fue un desafío al modelo.
Y el actual gobierno, que también ha mostrado una mayor sensibilidad, está muy lejos de haber desafiado el modelo: las Isapres campantes, las AFPs gozan de buena salud, la concentración de la riqueza incólume, la educación sigue segregando, la salud en serio es para los que pueden pagarla, la vivienda en déficit e inaccesible y, sobre todo, nuestra concepción de la sociedad sigue siendo la neoliberal, es decir, la de la falta de empatía y la competencia. En este gobierno, el de un presidente joven y el de un partido progresista, el Cesfam de Limache es incapaz, de entregar una solución y proporcionar un trato humano.
Y esta violencia de filas de madrugadas, de números que se agotan, de médicos que no están, de remedios a los que no se accede, ha existido en todos los gobiernos, incluido el actual, que se suponía diferente. La verdad, es que no existe esa empatía angustiada pero movilizadora ante el sufrimiento del otro. Esa determinación obsesiva por aliviar el sufrimiento, ese amor por los que más sufren, no ha existido en La Moneda desde el último gobierno inspirado en la compasión y la solidaridad, ese del medio litro de leche. Cuando la gente no importa, tenemos cosas como lo ocurrido en el Cesfam de Limache, que es solo una muestra al azar de millones de ejemplos de la sociedad que hemos creado. Quiero que mi hijo algún día pueda vivir en una de la que nos enorgullezcamos. Esta me avergüenza.
Necesitamos cambios profundos. Y ese cambio, entre muchas otras cosas, tiene que ver con comprender que la salud no puede seguir siendo un problema individual y de capacidad de pago, porque ante todo es un asunto que exige mirar con ternura al otro, imaginar la soledad y la angustia de los enfermos, imaginar que se trata del hijo o hija de alguien, cosas todas que el mercado, por supuesto, es incapaz de hacer. Lo mismo hay que decir de las pensiones.
Por eso, alguna vez, habrá que desafiar en serio, no solo en las palabras y los discursos de campañas presidenciales, a las Isapres y las AFPs, que son los pilares de nuestra decadencia moral y síntoma de nuestra violencia social.
No sé quién eres querida profesora jubilada. Ignoro tu nombre y tu verdadera historia. Pero quiero decirte que todavía somos muchos los que te admiramos y agradecemos por haber sido educadora y los que nos avergonzamos de lo que como sociedad te damos a cambio. Quisiéramos poder tratarte bien, como esperan los padres que traten a sus hijos cuando ya no los puedan cuidar.
En nombre de muchos otros, te envío un enorme abrazo y te pido humildemente perdón por esto que somos.
Trataremos de cambiar esto, por nuestros hijos, por los que vienen, por ti.