El peligro de gobernar desde la rabia y el miedo
Hay emociones que pueden movilizar a un pueblo, pero también pueden destruir su tejido más profundo. El miedo y la rabia son dos de ellas. Ambas emergen cuando las personas se sienten amenazadas o desprotegidas, y en ese estado, las promesas gritadas con aparente indignación de “orden” y “seguridad” tranquilizan.
Jean-Jacques Rousseau explicó que el miedo era la emoción que guiaba al monarca absoluto, quien, incapaz de sentir compasión o un mínimo de conexión con el pueblo, teme perder su poder. Ese miedo lo lleva a mantener un control total.
En este sentido, las democracias pueden degradarse cuando candidatos o candidatas a presidir un país explotan la sensación de vulnerabilidad y transforman el miedo ciudadano en ira dirigida contra enemigos imaginarios. En ese proceso, el miedo pierde su función protectora y se convierte en una fuerza de manipulación, un combustible emocional que justifica la intolerancia, la exclusión y la violencia.
En Chile, hemos conocido ese camino. Durante la dictadura, el miedo se institucionalizó, fue método, pedagogía y política. Como enseñó Humberto Maturana, cuando el miedo sustituye al amor, la convivencia social se destruye. La deshumanización comienza precisamente allí, cuando se nos convence de que el diferente amenaza nuestra seguridad.
Por su parte la rabia puede ser una emoción legítima frente a la injusticia, pero también puede ser instrumentalizada por políticos autoritarios que buscan suprimir el pensamiento crítico, haciendo que las personas sean más receptivas a soluciones simplistas y punitivas.
Estos líderes crean una sensación de urgencia y peligro constante, lo que justifica la concentración de poder y la restricción de libertades en nombre de la seguridad y la estabilidad. Cuando el resentimiento se institucionaliza, la sociedad se vuelve incapaz de reconocerse en su pluralidad y se divide entre “nosotros” y “ellos”, entre “gente de bien”, “verdaderos chilenos” y “enemigos del país”.
Hoy, esa rabia y el miedo se traducen también en negacionismo histórico. Reaparecen como una estrategia política, un intento de reescribir la violencia, relativizar el dolor y borrar las huellas del horror.
Cuando figuras públicas declaran que buscar a los desaparecidos es un acto de venganza, o que volverían a apoyar el golpe de Estado “con todas sus consecuencias”, no solo niegan la memoria, sino que reactivan el trauma colectivo y convierten la impunidad en discurso.
Aún más grave, cuando sectores de derecha usan los restos de las víctimas -sus osamentas- para alimentar el odio o justificar su desprecio hacia quienes aún buscan a sus seres queridos desaparecidos durante la dictadura, o cuando consideran que el Museo de la Memoria debe ser eliminado por recordarnos lo que sucedió, no solo niegan el pasado, sino que desprecian el duelo y la humanidad de las víctimas.
Negar el sentir por el pasado no borra la experiencia vivida por cada persona que tuvo un familiar detenido, torturado, violado o desaparecido durante la dictadura. Negar el dolor no es dar vuelta la página, es repetir la violencia bajo otro nombre.
En ese escenario, la política se vacía de su sentido ético y se convierte en espectáculo emocional. El discurso público se contamina de ironía, desprecio, insultos y cinismo. Las figuras autoritarias prosperan no porque ofrezcan soluciones, sino porque prometen canalizar el enojo.
Si el miedo y la rabia pueden destruir el tejido social, entonces cuidar las emociones que lo sostienen, es un acto político necesario.