
Rehacer lo común: Chile a seis años del estallido social
Han pasado seis años del estallido social y Chile se vislumbra aún como un país en transición; un país herido y ansioso, a un mes de las elecciones presidenciales.
La insurrección del 18-O fue más que pancartas y barricadas; fue un clamor por la dignidad en la salud, en las pensiones, la educación, el transporte, la vivienda. Fue la fe en la creencia de que los servicios públicos deberían volver a beneficiar a la mayoría.
Fue a partir de este ímpetu que se formaron el primer plebiscito constitucional y un segundo intento fallidos, dos procesos constituyentes que revelaron el desafío de hacer que las demandas sociales funcionen como un nuevo pacto.
Pero parece ser que Chile es un caso atípico en comparación con los demás en la región. Las fracturas políticas y la polarización extrema han surgido de diferentes maneras en Brasil y Argentina: Bolsonaro y, más recientemente, Milei, son síntomas de una crisis regional que mezcla la desafección institucional con la crisis económica y una narrativa en exceso simplificada que agrada a los descontentos.
En Chile, este simplismo también ha calado en los discursos. Las campañas electorales pasan su tiempo destilando problemas complejos en eslóganes básicos: la seguridad como un remedio eficaz, la migración como chivo expiatorio.
Y apelan a un sector importante de la ciudadanía que votará en esta elección por obligación, en su mayoría jóvenes, que no han participado hasta ahora de instancias deliberativas, son electores que nacieron y crecieron en democracia y que no obedecen necesariamente a ideologías, sino que votan frecuentemente dependiendo de mensajes simplificados y emocionales que escuchan en la propaganda. Un 35% de este grupo, aún no tiene decidido su voto. Tal es la opacidad que prima en este momento.
Es precisamente aquí donde avanza la extrema derecha: un tema concreto, como seguridad y migración, que con el tiempo canaliza miedos legítimos y se convierte en votos movilizados. Al mismo tiempo no podemos argüir tan fácilmente que “le gente fue engañada”, pues hay condiciones materiales que afectan el sentir de esta población: precariedad, pérdida de trabajo, niveles muy altos de desigualdad social y un futuro para los jóvenes y sus familias que no ofrece ninguna certeza. La desesperanza y las urgencias no resueltas, alimentan populismos simples.
El feminismo es uno de los que más ha recibido este “latigazo de vuelta” (traducción literal del anglicismo “backlash”), pues tras la fuerza desplegada el 2018 y que se masificó como nunca antes en la historia del movimiento, hoy choca con una reacción violenta y masiva, con gran mayoría de jóvenes hombres en la base, que se esfuerza por revertir años de alfabetización política y avance cultural.
Los ataques coordinados de trolls y bots antifeministas, son una demostración de cuán delicado se vuelve el consenso si las mayorías culturales no se mantienen vivas con el tiempo. Un desafío fuerte para los feminismos.
Así, esta derecha que se muestra llena de ínfulas y empoderamiento, apunta sus dardos contra el Estado y una supuesta ineficiencia burocrática, que tiene sentido en parte (procesos demasiado largos y muchas veces innecesarios para el acceso al servicio proporcionado), personal de la administración pública con capacidades obsoletas para un mundo digitalizado y gastos muchas veces desproporcionados en relación a su eficacia, los que han despertado el ansia oportunista de ciertos grupos para atizar el fuego del malestar social. La muy recientemente comentada columna de opinión titulada “Parásitos”, escrita por un asesor del candidato José Antonio Kast, de extrema derecha, da cuenta de ello.
La debilidad institucional y la mala gobernanza pueden invocarse para deslegitimar la democracia per se, cuando la solución es un sistema más eficiente, democrático y responsable. Estos últimos seis años también han sido testigos del papel crítico de lo digital. Ha sido la tecnopolítica -la economía de plataformas, algoritmos que filtran noticias y emociones- ha dado forma a nuestra experiencia de ello.
Flujos de información, redes que amplifican la ira y los miedos, contenido en línea que intenta polarizar todo, crean identidades políticas rápidas y muchas veces erráticas. En un país afectado por una incertidumbre económica y social, esos algoritmos proporcionan un mapa para aquellos que han perdido la fe en las instituciones tradicionales.
Y, por supuesto, la memoria política reciente no es tan dulce: Dos figuras clave polarizaron el debate -Kaiser y Kast-, figuras como Evelyn Matthei con un legado pinochetista del que no podemos escapar ideológicamente; y una alternativa progresista encarnada por Jeanette Jara, que según todos los sondeos, carece del potencial para cruzar su techo electoral más allá del 30%.
El actual clima electoral nos muestra que la ciudadanía desea cambios, pero sin caos, discordia y estridencia, pide instituciones funcionales, para una verdadera justicia social, y planes seguros sobre el futuro de sus hijos e hijas. El problema es si seremos capaces de canalizar la ira de 2019 en un cambio significativo, progresivo y duradero, o si la desafección será aprovechada por proyectos despóticos que sostienen el orden a cambio de los derechos.
La respuesta no solo estará en los votos emitidos en vísperas de la elección; sino probablemente en la convalecencia de las instituciones sociales, en hacer política tanto como se pueda gestionar en términos de conceptos, y en la capacidad de construir en colectivo una sociedad que funcione y sea justa.
Si el estallido enseñó algo, es que la participación y la demanda popular son el alma de la democracia. El resto, campañas simples, populismos baratos, polarización algorítmica, son signos de un malestar mucho más profundo: la falta de un proyecto de igualdad coordinado. Esta es una de las cosas más difíciles en el camino hacia la recuperación.