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¿Qué se entiende por justicia?: Cuando el derecho sobrevive, pero la civilización pierde su norte
Foto: Agencia Uno

¿Qué se entiende por justicia?: Cuando el derecho sobrevive, pero la civilización pierde su norte

Por: Anjuli Tostes Faria | 07.10.2025
Más que un conjunto de leyes o sentencias, la justicia es el pulso moral que sostiene la vida en común. Cuando ese pulso se debilita, el Derecho sobrevive, pero la civilización pierde su norte. El caso de Daniel Jadue nos obliga a preguntarnos qué queda del sentido de justicia cuando la ley deja de protegerla.

“La justicia no es el interés del más fuerte, sino el bien del alma.”

Platón, República, I, 354c

En el primer libro de La República, Trasímaco irrumpe en el diálogo con una afirmación que todavía resuena como desafío: La justicia -dice- no es más que el interés del más fuerte.

Para él, las leyes no nacen del amor a la verdad, sino del poder: quien domina define lo justo y lo injusto. Sócrates, con su ironía serena, responde que si la justicia fuera solo conveniencia de los poderosos, entonces nada impediría que el injusto fuera más sabio y feliz que el justo, una conclusión que repugna al sentido común y a la conciencia moral.

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Desde ese momento, la filosofía entera quedó marcada por la pregunta que Sócrates lanzó al mundo: ¿Es la justicia un instrumento del poder, o el límite que lo humaniza?

Esa pregunta, que atraviesa siglos, vuelve a resonar hoy con fuerza en todo el mundo. Porque la justicia, cuando se divorcia de la verdad y se confunde con la utilidad política, deja de ser justicia. Sobrevive el Derecho, pero la civilización pierde su norte.

Hay palabras que, de tanto repetirse, corren el riesgo de vaciarse. “Justicia” es una de ellas. La invocamos para justificar leyes, castigos, condenas. Incluso guerras. Pero tal vez deberíamos, antes, detenernos en el silencio y preguntar: ¿qué es, en verdad, la justicia?

La justicia no es una institución; es una tensión ética. No habita únicamente en los tribunales, sino en el corazón de quien se indigna ante el sufrimiento inútil, la desigualdad naturalizada o la mentira convertida en regla.

Desde la antigüedad fue concebida como armonía: dikaiosyné, en griego, significa la justa medida, el punto en que cada parte encuentra su lugar sin aplastar a las demás. Platón decía que la ciudad justa es aquella en la que cada cual realiza lo que le es propio; Aristóteles la consideraba la virtud entera, síntesis de todas las otras.

Pero el tiempo pasó, y el Derecho, que nació para proteger la justicia, comenzó a creer que podía reemplazarla. Se instaló la ilusión de que basta cumplir el rito para ser justo, que basta aplicar la letra de la ley para honrar su espíritu. Y es precisamente en ese intervalo -entre el espíritu y la letra- donde la injusticia suele encontrar su morada.

El caso de Daniel Jadue es un espejo incómodo de esa distancia. Un hombre que hizo concreta la idea de justicia social con proyectos como las Farmacias Populares y se atrevió a cuestionar el poder económico que convierte los derechos en mercancías, en un país donde los precios de los medicamentos están entre los más altos del mundo y donde la lógica del “mercado” sigue dominando los derechos sociales, hoy es puesto a prueba por un sistema que parece haber olvidado que el juicio de uno es también reflejo del alma de todos.

Cuando la serenidad cede ante la conveniencia y la prudencia se inclina ante la prisa, lo que se pierde no es solo un derecho individual, sino el propio sentido de la justicia como medida de lo humano. La verdadera justicia no tiene partido. Se alza en el espacio entre la ley y la compasión, entre el deber y el amor, entre el poder y la conciencia.

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No busca vengar el mal, sino impedir que el mal se perpetúe en nombre del bien. Y por eso ser justo es más difícil que ser legalista: porque la justicia exige coraje, discernimiento y humildad, virtudes raras en tiempos de polarización.

Nietzsche sugería que la justicia comienza cuando termina el resentimiento; Hannah Arendt recordaba que el perdón es la única fuerza capaz de interrumpir el ciclo de la violencia. Y quizá ambos tenían razón: justicia no es castigar al otro, sino restaurar la posibilidad de convivir.

Pero cuando el poder judicial se convierte en instrumento de disputa política, cuando el proceso se vuelve arma y la sentencia trofeo, ya no estamos frente a la justicia, sino ante su simulacro, el lawfare, esa guerra que se libra bajo el disfraz de la ley.

Ese es el peligro que ronda el caso Jadue, y todos los lugares donde la justicia se inclina ante el poder. No se trata solo de un error jurídico, sino de una erosión espiritual: la erosión del sentido de justicia como valor universal. Cada vez que el poder punitivo se usa para eliminar la diferencia, la democracia se estrecha, y el derecho deja de ser puente para volverse muro.

La justicia, en su sentido más elevado, es lo contrario del miedo. Es la confianza en que la verdad puede emerger sin coerción, en que la dignidad humana vale más que cualquier cálculo electoral, y en que nadie -absolutamente nadie- debe ser reducido al papel de ejemplo sacrificial.

Por eso, hablar de justicia hoy es un acto de resistencia.

Resistir la prisa del juicio.

Resistir el placer de condenar.

Resistir el olvido de lo que somos capaces de hacer en nombre del “orden”.

Que el caso de Daniel Jadue nos sirva de espejo, no de pretexto. Que nos recuerde que el destino de una democracia depende menos de las leyes que aprueba y más de cómo las aplica. Que la justicia no sea la máscara de la venganza, sino la expresión de la verdad. Porque, al final, ser justo es no traicionar la humanidad del otro, incluso cuando el otro piensa, cree o vota distinto a nosotros.

Y si la justicia pierde ese sentido, no quedará más que la apariencia: tribunales llenos, titulares ruidosos y un vacío cada vez mayor allí donde antes habitaba lo que llamábamos conciencia.

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