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Gaza chorreando lodo y sangre
Foto: Agencia Uno

Gaza chorreando lodo y sangre

Por: Haroldo Dilla Alfonso | 07.10.2025
Pero en sistemas democráticos existen mecanismos de prevención y espacios de luchas sociales contra barbaries como la que sufren los y las gazatíes. Solo que el arribo de esta oleada ultraderechista autoritaria –léase Trump, Netanyahu, Bolsonaro, Milei, Orbank, Bukele y otros seguidores locales- amenaza la democracia y los derechos ciudadanos en beneficio de una acumulación que, sin controles, siempre mira codiciosa a su baño de lodo y sangre.

El título de este artículo parafrasea a Carlos Marx, cuando, en el capitulo XXIV del tomo I del El Capital, hablaba de los procesos de expropiación de los campesinos ingleses por el capitalismo naciente. El mercado urgía lana, y la única manera de obtenerla implicaba dos acciones: una, acaparar la tierra para la cría de ovejas; dos, conseguir mano de obra “libre” para trabajar en las nuevas haciendas y en los telares urbanos.

Ambas acciones involucraban a una clase campesina tradicional, primero quitándole la tierra (y en particular los predios comunales), y luego obligándoles a trabajar como asalariados pagados al nivel del subconsumo.

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El proceso, que Marx llamó de “acumulación originaria” duró varios siglos y fue acompañado de leyes draconianas contra la “vagancia” y de represión brutal de las insurrecciones de campesinos que querían un lugar bajo el sol. De ahí la frase famosa: “… el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza”.

Solo que el lodo y la sangre han acompañado al capitalismo en toda su historia, no solo en su acumulación originaria. Nancy Fraser ha hablado de la relación indisoluble entre acumulación -el incremento del capital existente mediante la circulación y la inversión- y la expropiación, no solo de la fuerza de trabajo contratada, sino también de factores de la vida cotidiana que son convertidos –en ocasiones manu militari- en mercancías.

El neoliberalismo chileno y muchas de las grandes fortunas que cobija, son ejemplos de ello. Pero en el contexto presente, nada ilustra mejor la depredación social inherente a la acumulación capitalista que lo que sucede en la franja de Gaza.

La historia no es nueva. Gaza es parte de una franja costera de grandes atractivos ambientales. De hecho, limita al norte con el distrito turístico de Ascalón, donde en los 50s se produjo la primera expulsión masiva de palestinos, muchos de los cuales encontraron refugio en Gaza.

En febrero de 2025. Donald Trump la calificó de “Riviera del Medio Oriente”, e hizo –usando las algo así como 200 palabras (insultos incluidos, que constituyen su vocabulario activo)- una alegoría a la belleza de la región, que se completaría cuando los palestinos emigraran a otros países.

Se enumeraron entonces seis posibles destinos de acogidas de los que tres son territorios turbulentos con escasos reconocimientos internacionales. A cambio de su partida –en que dejaban atrás pertenencias, patria y gente- las familias recibirían unos cinco mil dólares y la promesa de una ayuda para el pago de sus rentas durante cuatro años.

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Es presumible que Trump, quien nunca ha tenido reparos en mezclar sus negocios personales con su rol público, haya estado pensando en nuevas Torres Trump, casinos y campos de golf. Y como profesa una sinceridad procaz, fue muy claro en como pensaba hacerlo:tomando” Gaza.

Es lo que está sucediendo. Según el ministro de finanzas del gobierno israelí –miembro del ultraderechista Partido Sionista Religioso y encauzado legalmente en la mayor parte de Europea Occidental- ya el proyecto estaba en el escritorio de Trump, pues hay que resarcir rápidamente los gastos monetarios de guerra que han ocasionado cerca de 70 mil muertos, un tercio niños, han producido la desbandada de 50 mil personas y han arrinconado a dos millones en un 14% del territorio gazatí que ya antes era considerado uno de los más densamente poblados del mundo.

Gaza, dijo, es “una mina de oro de bonanza inmobiliaria” sobre el que, a puros bombazos, ya se ha culminado el trabajo de demolición. Solo queda, dijo, limpiar y “ver como dividimos el terreno en porcentajes”. Ha sido un trabajo concienzudo, si tomamos en cuenta el testimonio de una habitante gazatí al diario El País: “El ejército no ha dejado ninguna casa habitable en esas zonas. Estamos hablando de casas arrasadas hasta el suelo”.

El pomposo plan de paz, anunciado unilateralmente por Netanyahu y Trump, intenta ocultar el asunto, pero no lo consigue. Y por ello traza una meta de crear en Gaza “ciudades milagros”, prósperas y conectadas, resultados de “muchas propuestas de inversión bien pensadas e ideas de desarrollo elaboradas por grupos internacionales… con el fin de atraer y facilitar estas inversiones que crearán empleos, oportunidades y esperanza para el futuro de Gaza”.

Por supuesto, con ello no quiero decir que el funcionamiento capitalista acarree inevitablemente formas tan bárbaras de expropiación. La expropiación y la violencia son cotidianas en sociedades en que, como la chilena, una parte ínfima de la población detenta la abrumadora mayoría de los ingresos en detrimento de una abrumadora mayoría de personas que recibe una parte ínfima de los ingresos.

Pero en sistemas democráticos existen mecanismos de prevención y espacios de luchas sociales contra barbaries como la que sufren los y las gazatíes. Solo que el arribo de esta oleada ultraderechista autoritaria –léase Trump, Netanyahu, Bolsonaro, Milei, Orbank, Bukele y otros seguidores locales- amenaza la democracia y los derechos ciudadanos en beneficio de una acumulación que, sin controles, siempre mira codiciosa a su baño de lodo y sangre.

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