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Del fanatismo callejero al silencio parlamentario: Soto, Durán, Romero, Concha y Muñoz
Foto: Agencia Uno

Del fanatismo callejero al silencio parlamentario: Soto, Durán, Romero, Concha y Muñoz

Por: Wido Contreras Yévenes | 27.09.2025
La fe, en su dimensión más profunda, debería abrir caminos de encuentro y dignidad. Pero cuando quienes dicen representarla se aferran al fanatismo o guardan silencio frente a él, se produce un doble daño: a la vida democrática, que necesita voces espirituales que construyan y no dividan, y a los propios creyentes, que ven cómo el mensaje que los sostiene se convierte en un arma arrojadiza.

Los hechos protagonizados por el pastor Javier Soto -detenido tras el Te Deum evangélico por desobediencia y alteración del orden público- reabren una pregunta incómoda: ¿qué imagen del evangelio se está proyectando en la esfera pública?

Su prédica, cargada de confrontación y fanatismo, no es un fenómeno nuevo ni aislado. Basta recorrer ciertas esquinas de nuestras ciudades para encontrarse con discursos similares, anclados en una mentalidad del pasado que no dialoga con el presente.

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El problema no radica solo en un personaje polémico. Lo que este episodio revela es la fragilidad del mundo evangélico chileno, incapaz de poner freno a quienes, en nombre de la fe, distorsionan los principios del evangelio. ¿Se les permite avanzar porque, en el fondo, se comparte parte de su visión? ¿O por qué cada congregación está demasiado preocupada de su propio espacio como para levantar una voz común de hermandad?

Esa fragilidad se expresa también en la política. Eduardo Durán, quien suele presentarse como representante de las iglesias y no duda en exhibir su identidad evangélica, guarda completo silencio frente a lo acontecido con el pastor Soto.

Lo mismo ocurre con Leonidas Romero, parlamentario que llegó a impulsar proyectos “en nombre de Dios”, pero cuya apelación al discurso religioso se ha reducido a iniciativas moralistas y restrictivas, más relacionadas con la vigilancia de la intimidad que con la defensa de la justicia o la dignidad humana.

A este silencio se suman figuras como Sara Concha y Francesca Muñoz, quienes tampoco han marcado una distancia clara frente a estos hechos. Quizá influya que hoy se sitúan en la oposición al gobierno, y que en ese rol prefieren mantener reserva. Sin embargo, esta actitud transmite la impresión de que la voz pública del evangelio queda subordinada a la conveniencia política, antes que a la responsabilidad de ofrecer un testimonio coherente y esperanzador, capaz de dialogar con la sociedad y aportar a la vida democrática.

Soto no surge en el vacío, sino en un contexto donde la prédica callejera siempre existió, especialmente en plazas y ferias, como una forma de dar voz a comunidades evangélicas históricamente marginadas. Durante décadas, ese anuncio tuvo un sentido de acompañamiento y esperanza en medio de la pobreza y el abandono.

Sin embargo, en una sociedad más plural y democrática, ese estilo se ha transformado en un discurso que choca con las comunidades, incapaz de dialogar con las nuevas realidades. Lo más preocupante es que muchos de sus exponentes no están dispuestos a revisarlo: prefieren insistir en que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, aunque el mundo los aborrezca”, aun cuando esa rigidez aleje a las personas de una fe que podría ser camino de encuentro, reconciliación y dignidad.

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El evangelio anuncia amor al prójimo, misericordia y comunidad. Sin embargo, quienes más ruido hacen en la plaza pública son los que lo transforman en condena, odio y espectáculo. En ese vacío, la sociedad recibe una imagen fracturada y decadente de una fe que, para millones de personas, sigue siendo fuente de esperanza y consuelo.

La pregunta de fondo es clara: ¿seguirá el mundo evangélico tolerando que figuras como Soto hablen en nombre de todos? ¿O llegará el momento de asumir la responsabilidad de presentar referentes que, en lugar de dividir, encarnen de verdad la fraternidad y la dignidad que los evangelios anuncian? Porque cuando se calla ante el fanatismo, no solo se erosiona la credibilidad de una iglesia: se degrada también el mensaje que dice defender.

¿Qué significa para la democracia que el evangelio se vea representado por fanáticos? Que un mensaje capaz de nutrir el debate público con valores de solidaridad y justicia se reduce a una caricatura de odio y confrontación.

¿Qué consecuencias tiene para los propios creyentes, que se ven avergonzados o invisibilizados por estos portavoces? Que terminan cargando con un estigma que no les corresponde, silenciados por el ruido de quienes gritan más fuerte.

¿Y qué ocurre cuando el silencio de diputados evangélicos refuerza esa caricatura? Que se consolida una imagen distorsionada del evangelio, debilitando tanto la credibilidad de las iglesias como la confianza ciudadana en la política.

La fe, en su dimensión más profunda, debería abrir caminos de encuentro y dignidad. Pero cuando quienes dicen representarla se aferran al fanatismo o guardan silencio frente a él, se produce un doble daño: a la vida democrática, que necesita voces espirituales que construyan y no dividan, y a los propios creyentes, que ven cómo el mensaje que los sostiene se convierte en un arma arrojadiza.

La pregunta ya no es solo si el evangelio está en decadencia, sino si quienes lo representan en lo público están dispuestos a asumir la responsabilidad de encarnarlo con coherencia y respeto por la comunidad.

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