
Desinformación y polarización: Dividir para gobernar
Vivimos en un tiempo donde la verdad se ha convertido en terreno de nadie. La desinformación no es un error inocente, sino una herramienta de poder. No buscan informar, sino polarizar comunidades. Y cuando las percibimos como discurso cotidiano, es porque han cumplido su propósito: modelar percepciones, manipular emociones y dividir a la sociedad.
Sabemos que el lenguaje no solo nombra objetos ni describe hechos: construye realidades. Lo que decimos y cómo lo decimos no sólo caracterizan un mundo, sino que expresan una particular percepción de él. Quienes escuchan o leen, también lo hacen desde su propia cosmovisión y aceptan o rechazan la información en la medida en que refuerce sus creencias previas.
Somos seres que tendemos a aferrarnos a nuestras premisas fundamentales. Y cuando esas premisas incluyen una ideología, solemos aceptar como verdadero aquello que las confirma, incluso si no hay evidencias sólidas. A este fenómeno se le conoce como sesgo de confirmación (Nickerson, 1998).
Por eso la desinformación resulta tan efectiva: explota emociones vitales de nuestra identidad y las convierte en armas contra el diálogo. En ese terreno cargado de miedo, enojo e incertidumbre, el pensamiento crítico se debilita y se rompe la conversación.
Estudios recientes muestran que los ecosistemas informativos polarizados modifican las redes sociales porque la gente deja de tener vínculos inter-ideológicos y comparte solo con quienes piensan parecido, lo que refuerza aún más la polarización (Ceylan et al., 2025; PNAS).
Además, el acto de compartir desinformación ya no es solo expresión de sesgo, sino un hábito automático generado por los algoritmos, que premian la atención sin que medie reflexión consciente (APA, 2024)
La polarización extrema no es casual. Sirve a quienes necesitan una ciudadania dividida para consolidar poder. Cuando una sociedad se parte en dos bandos irreconciliables, se reduce la complejidad de los problemas y se imponen narrativas simplistas: “ellos contra nosotros”.
Esto beneficia a líderes y grupos que aspiran a mantener o conquistar el poder sin someter sus propuestas al contraste democrático. La lógica de la enemistad reemplaza al diálogo y la política se convierte en un campo de batalla emocional donde lo importante no es construir, sino derrotar al otro, al enemigo.
La desinformación no solo afecta elecciones o debates coyunturales, también erosionan los vínculos sociales. Amistades, familias y comunidades quedan atravesadas por la sospecha. El otro ya no es alguien con quien puedo dialogar, sino un adversario peligroso que amenaza mi seguridad o mis valores.
Este quiebre de la confianza colectiva atenta contra la esencia misma de lo humano: nuestra capacidad de cooperar. Cuando la conversación se convierte en trinchera, se reduce la posibilidad de acuerdos y se debilita el tejido social que sostiene la democracia y favorece a quienes, en busca de poder, necesitan un pueblo dividido entre “malos” y “buenos”, entre “patriotas” y los otros que, según ellos, no lo son.
El desafío no es solo confrontar la desinformación, sino reconstruir espacios de conversación y cooperación que devuelvan complejidad a la realidad. Necesitamos aprender a escuchar, a preguntar y a dialogar incluso con quienes piensan distinto.
El antídoto no está únicamente en la verificación de datos, sino en recuperar prácticas sociales que refuercen la confianza, como los círculos de conversación, medios comunitarios, espacios de encuentro. Cuando cultivamos la capacidad de hablar y escuchar con respeto, debilitamos el terreno en que germina la polarización.
La desinformación, así como el lenguaje, no es inocente: tiene propietarios, intereses y efectos concretos. Divide para dominar. Su daño no está solo en manipular opiniones, sino en romper los lazos que nos permiten convivir como comunidad. Si queremos sociedades más justas, necesitamos defender la palabra como un bien común y fortalecer los vínculos que nos sostienen frente al miedo y la mentira.