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Más tierra, menos pantalla: Por una Ley de Educación Ambiental que devuelva la naturaleza a las Escuelas
Imagen referencial / Agencia Uno

Más tierra, menos pantalla: Por una Ley de Educación Ambiental que devuelva la naturaleza a las Escuelas

Por: Felipe Kong y Matías Knust | 04.08.2025
Hoy, más que nunca, necesitamos una Ley de Educación Ambiental que reconozca el bienestar emocional, físico y cognitivo como núcleo de la calidad educativa, y al territorio como aula viva. En un país tan diverso como Chile, excluir a los estudiantes de la naturaleza es un acto de negligencia. Legislar este derecho es asegurar que la educación cuide tanto a quienes aprenden como a quienes enseñan.

En un escenario de crisis climática, malestar educativo y desconexión territorial, recuperar el vínculo con la naturaleza ya no es un lujo, sino una necesidad pedagógica, política y ética. Mientras el sistema escolar chileno sigue atrapado en pantallas y aulas cerradas, urge replantear dónde y cómo aprenden nuestras niñas, niños y jóvenes. Volver a la tierra que habitamos -al patio, al barrio, al bosque- es indispensable para una educación con sentido y futuro.

Hoy, con más de 3,3 millones de estudiantes en el sistema escolar y 1,4 millones en educación superior (Mineduc, 2024), persiste un modelo de encierro y fragmentación del saber y desconexión con la vida real. Necesitamos instituciones que abran sus puertas y se reencuentren con el territorio. Como afirman autores como Myrstad, Sverdrup y Helgesen (2018), los niños y niñas crean lugares, y los lugares los crean a ellos.

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En ausencia de una ley vinculante, las experiencias de educación ambiental en la naturaleza continúan dependiendo de voluntades locales, liderazgos individuales o iniciativas puntuales, lo que refuerza las desigualdades territoriales y limita su alcance transformador.

Como se ha sostenido en diversas investigaciones, sin un marco legal robusto que asegure la implementación sistemática de metodologías territoriales, una formación docente especializada y recursos estables, la educación ambiental seguirá relegada a la periferia del sistema educativo. En el contexto actual de crisis climática, malestar pedagógico y fragmentación curricular, esta carencia normativa impide consolidar la educación ambiental como un eje estructurante de la formación escolar en Chile.

La evidencia es clara. Estudios demuestran que el contacto regular con la naturaleza mejora el desarrollo cognitivo, la autorregulación emocional, la memoria de trabajo y la motivación escolar (Chawla, 2015; Gill, 2014; Mårtensson et al., 2009). No solo se aprende mejor, sino con más sentido. Desde la neuroeducación, se ha demostrado que las habilidades cognitivas y socioemocionales se desarrollan en contextos ricos y diversos (Heckman, 2007; Cunha & Heckman, 2008). En paralelo, disminuyen trastornos de ansiedad, estrés y problemas de conducta.

En Chile, según el MINSAL (2022), los trastornos mentales son la principal causa de años de vida perdidos en adolescentes. Más del 60% de los estudiantes de 2º medio declara sentirse agobiado por el ambiente escolar (Agencia de Calidad, 2023). También el cuerpo docente evidencia desgaste, agobio administrativo y pérdida de sentido (Romero et al., 2024; Olmedo et al., 2024). ¿Podemos hablar de educación si no se basa en el bienestar?

La educación al aire libre ofrece una vía concreta para integrar bienestar y aprendizaje. Experiencias en formación docente en Chile muestran que prácticas como los baños de bosque reducen el estrés, fortalecen la conciencia ambiental y el pensamiento crítico. La naturaleza no es solo escenario: es contenido, contexto y maestra. Países como Australia, Suiza o Noruega integran la educación en la naturaleza desde la infancia, incluso con lluvia o nieve.

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En Chile, Knust et al. (2024) documentan experiencias en jardines infantiles públicos y privados que promueven el aprendizaje en la naturaleza. Sin embargo, estas prácticas están desigualmente distribuidas y en contextos urbanos precarizados el acceso es limitado. La educación al aire libre se convierte entonces en un acto de justicia ambiental y territorial, especialmente relevante para estudiantes indígenas, rurales y de sectores populares, que además enfrentan brechas de género en el acceso al juego y la autonomía.

Esta visión ha sido sostenida desde Rousseau, Fröbel o Montessori hasta investigaciones actuales que validan el aprendizaje fuera del aula (Kuo, Barnes & Jordan, 2019). En Chile, el Marco de Educación Integral para la Sustentabilidad y la Adaptación al Cambio Climático (MEISC, 2024) avanza en esta dirección, pero requiere respaldo legal para asegurar formación docente, financiamiento, infraestructura y orientación curricular. Sin una ley, dependerá de voluntades.

En el nivel parvulario, iniciativas impulsadas por JUNJI, Fundación Integra y experiencias como las de Fundación Patio Vivo han mostrado el valor educativo de patios y huertos escolares, así como del rediseño de espacios para el aprendizaje al aire libre. A nivel escolar, el SNCAE -programa del Ministerio del Medio Ambiente- ha promovido la educación ambiental en establecimientos, pero su carácter voluntario y fragmentado limita su impacto estructural.

Sin una ley que respalde su expansión y permanencia, estas prácticas siguen dependiendo de motivaciones locales. Ampliar cobertura sin calidad -el llamado “efecto de acoplamiento”- puede profundizar desigualdades. Más que una opción pedagógica, se requiere una ética del cuidado y una política pública que garantice el derecho a una educación saludable y conectada con el entorno. Solo una Ley de Educación Ambiental puede hacer de esta transformación una realidad nacional y equitativa.

Hoy, más que nunca, necesitamos una Ley de Educación Ambiental que reconozca el bienestar emocional, físico y cognitivo como núcleo de la calidad educativa, y al territorio como aula viva. En un país tan diverso como Chile, excluir a los estudiantes de la naturaleza es un acto de negligencia. Legislar este derecho es asegurar que la educación cuide tanto a quienes aprenden como a quienes enseñan.

*La columna también fue escrita por Carla Gajardo Poblete, Profesional de desarrollo curricular y docente en la Vicerrectoría Académica UDP. Directora ejecutiva RENIDES

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