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Fariseos modernos: Cuando la casa pesa más que la cruz
Imagen referencial: Catedral Metropolitana Evángelica / Agencia Uno

Fariseos modernos: Cuando la casa pesa más que la cruz

Por: Wido Contreras Yévenes | 03.08.2025
Hoy más que nunca necesitamos una fe que vuelva a las raíces del evangelio: al Jesús que caminó con los despreciados y expulsó a los mercaderes del templo; al testimonio de Pedro, a cuyos pies llegaban las ofrendas y que las distribuía según las necesidades de cada familia y de las viudas, sin acumular poder ni riquezas.

Desde hace décadas, el mundo evangélico ha transitado por tensiones, disputas y divisiones que no son nuevas: remiten a sus mismos comienzos. Las diferencias doctrinales, la búsqueda de la “iglesia verdadera” y los cuestionamientos a otras tradiciones -especialmente a la Iglesia Católica- han formado parte del discurso evangélico durante siglos.

Durante años se denunciaron aspectos como la idolatría por las imágenes o la ostentación del Vaticano. Pero hoy cabe preguntarse con seriedad: ¿esas críticas emergían de una ética humilde, o de la envidia por un poder económico e institucional que también se anhela?

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La reciente investigación de BioBioChile sobre Eduardo Durán -exobispo de la Primera Iglesia Metodista Pentecostal- vuelve a plantear una pregunta incómoda: ¿qué ocurre cuando la fe se convierte en plataforma de poder personal? A pesar de haber sido destituido por su propia iglesia en 2019, por conductas reprochables y cuestionamientos éticos, Durán ha intentado mantener el control sobre bienes que pertenecen a la comunidad -como la casa donde vivía-, sobre la cual hay una disputa legal vigente.

Esto no es solo la historia de un líder caído. Es el reflejo de un modelo de liderazgo que ha ido ganando espacio en ciertos sectores del mundo evangélico, donde la fe deja de ser servicio y se convierte en un vehículo para sostener privilegios. No se trata solo de discursos, sino de formas concretas de ejercer el poder religioso: vivir en casas que pertenecen a la comunidad, gestionar recursos como si fueran propios, o heredar cargos como si se tratara de linajes familiares.

Aunque su iglesia haya tenido el valor de destituirlo y marcar distancia, la figura de Durán encarna los riesgos de un sistema que, cuando no se fiscaliza ni se confronta con el evangelio de Jesús, permite que la espiritualidad se administre como patrimonio personal y que algunos vivan del esfuerzo, la fe y la confianza de muchos.

¿Y qué queda de la cruz? ¿Qué queda de la entrega, del servicio, del mensaje del Reino que anunciaba buenas noticias para los pobres? ¿Qué queda del Jesús que expulsó a los mercaderes del templo?

Paradójicamente, lo que se criticó de otras religiones se ha terminado reproduciendo en ciertos sectores evangélicos con nuevos ropajes: iglesias con nombre de pueblo, pero manejadas como empresas privadas; una fe predicada en clave de salvación, pero administrada con lógica de propiedad.

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Pero este problema no se limita a Durán ni a su círculo inmediato. Interpela al mundo evangélico en su conjunto. ¿Cuánto silencio ha habido frente a estos abusos? ¿Qué miedo ha impedido denunciar por no “dividir” la iglesia? ¿Cuánta complicidad se esconde detrás del respeto mal entendido a la autoridad espiritual?

Pero esta no es toda la realidad del mundo evangélico. También hay comunidades que viven su fe con humildad, coherencia y entrega sincera. Iglesias que no buscan figurar ni acumular, sino acompañar a los suyos con honestidad, con cariño, con compromiso real. Esa otra iglesia -la que a veces no se ve, pero resiste- también está ahí, sosteniendo la fe con manos limpias. Y vale la pena reconocerla, cuidarla y levantarla, porque en ella late de verdad el espíritu del evangelio.

Hoy más que nunca necesitamos una fe que vuelva a las raíces del evangelio: al Jesús que caminó con los despreciados y expulsó a los mercaderes del templo; al testimonio de Pedro, a cuyos pies llegaban las ofrendas y que las distribuía según las necesidades de cada familia y de las viudas, sin acumular poder ni riquezas.

Una fe que denuncie a los poderosos religiosos de su tiempo -como lo hizo Jesús con los fariseos-, y que hable con claridad de justicia, servicio y verdad. Las iglesias evangélicas -nacidas en la periferia, en la pobreza, en la búsqueda de consuelo y dignidad- deben levantarse con valentía y decir: “Esto no nos representa”.

Porque, aunque creamos estar lejos de los fariseos que Jesús confrontó, sus sombras siguen presentes cuando la fe se convierte en instrumento de poder, y no en camino de liberación.

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