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Parir sin violencia: Un derecho que Chile aún no garantiza
Foto: Agencia Uno

Parir sin violencia: Un derecho que Chile aún no garantiza

Por: Daniela Ríos y Consuelo Ramírez | 31.07.2025
La Ley Adriana es una deuda impostergable del Estado con las mujeres y personas con capacidad de gestar. No se trata de ideología, sino de dignidad. No se trata de simbolismos, sino de garantías constitucionales. No se trata de agendas particulares, sino de cumplir el estándar mínimo de un Estado democrático: legislar para proteger la vida, la salud y la integridad de quienes dan vida

En un país donde las tasas de natalidad han disminuido drásticamente -más de un 50% en las últimas tres décadas, y alcanzando en 2023 la cifra histórica de solo 1,16 hijos/as por mujer según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE)-, hablar de maternidad y gestación no es solo una cuestión demográfica. Es, ante todo, una cuestión profundamente política y jurídica.

En ese contexto, resulta inaceptable -y francamente inexplicable- que el proyecto de ley que busca erradicar la violencia gineco-obstétrica, conocido como Ley Adriana, lleve más de cinco años de tramitación legislativa y continúe estancado en el Senado. Su parálisis legislativa no solo constituye una omisión política, sino también una infracción a los compromisos que el Estado de Chile ha asumido en materia de derechos humanos, igualdad de género y garantía del derecho a la salud.

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Si bien existen otras regulaciones que se pueden invocar a fin de denunciar este tipo de violencia, entre ellas la Ley Integral de Violencia contra las Mujeres y la Ley de deberes y derechos de los pacientes, el proyecto de Ley Adriana no es solo un texto legal más: es el fruto de años de articulación feminista, de testimonios crudos de mujeres violentadas, amarradas, coaccionadas, desatendidas o humilladas durante el preparto, el parto o el postparto.

Es un acto de reparación simbólica y jurídica a Adriana Palacios, joven que perdió a su hija producto de negligencia institucional en el sistema público de salud, pero sobre todo es un reconocimiento de que, en Chile, dar a luz puede convertirse en una experiencia de violencia institucional.

La violencia gineco-obstétrica, tal como la define el proyecto de ley (Boletín 12148-11), abarca un amplio espectro de actos: desde maniobras invasivas sin consentimiento como la Kristeller, episiotomías realizadas por rutina, omisiones deliberadas de información sobre el estado de salud de la gestante o del feto, hasta la separación injustificada del recién nacido. No son hechos aislados.

Según el Observatorio de Violencia Obstétrica (OVO), un 56,4% de las mujeres declara haber sido criticada o reprimida por expresar dolor en el parto. Estudios adicionales revelan que un 79,3% de las mujeres ha experimentado alguna forma de violencia obstétrica. Estos datos no pueden seguir siendo tratados como anécdotas médicas: constituyen evidencia de una forma estructural de violencia de género institucionalizada en el sistema de salud.

El derecho internacional de los derechos humanos, la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así como la jurisprudencia del Comité de Derechos Humanos, reconocen de forma reiterada que los Estados tienen el deber de garantizar el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva libres de discriminación, coerción y violencia.

Desde esta perspectiva, el proyecto de Ley Adriana no constituye un exceso, sino una obligación jurídica mínima del Estado. El proyecto consagra principios esenciales: dignidad en el trato, autonomía de la mujer, confidencialidad, consentimiento informado y respeto a la multiculturalidad.

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Derechos tan básicos como estar acompañada durante el parto, no ser separada de su recién nacido, no ser sometida a intervenciones sin justificación médica, o disponer de su plan de parto, son hoy en Chile exigencias sin fuerza vinculante, dejadas al arbitrio del profesional o la institución de turno. Esto es jurídicamente inaceptable.

A pesar de su urgencia ética y legal, el proyecto se encuentra paralizado en el segundo trámite constitucional. Desde enero de 2023 se han presentado indicaciones en la Comisión de Mujer y Equidad de Género del Senado, se ha solicitado informe financiero al Ejecutivo y se han realizado múltiples audiencias con organizaciones de la sociedad civil, colegios profesionales y ministerios.

Sin embargo, el proyecto sigue sin avanzar hacia su votación en Sala. Tal como denunció recientemente la Comisión de Mujeres de la Cámara de Diputadas y Diputados, desde la ciudadanía la percepción es clara: la Ley Adriana está estancada.

Mientras tanto, miles de mujeres continúan expuestas a prácticas institucionales que vulneran sus derechos humanos en los momentos más críticos de su vida. Este estancamiento no es neutral. Refleja una cultura jurídica que históricamente ha subordinado los cuerpos gestantes, que minimiza las experiencias de violencia médica por el solo hecho de estar “naturalizadas”, y que sigue desconociendo el consentimiento como categoría jurídica central en el ámbito de la salud sexual y reproductiva.

Como abogadas feministas, sostenemos que la Ley Adriana es una deuda impostergable del Estado con las mujeres y personas con capacidad de gestar. No se trata de ideología, sino de dignidad. No se trata de simbolismos, sino de garantías constitucionales. No se trata de agendas particulares, sino de cumplir el estándar mínimo de un Estado democrático: legislar para proteger la vida, la salud y la integridad de quienes dan vida. Hoy el Senado tiene la posibilidad -y la responsabilidad histórica- de aprobar este proyecto.

No hacerlo sería perpetuar la violencia institucional bajo la forma más sofisticada de omisión legislativa. Es hora de poner fin a las dilaciones injustificadas, de establecer la urgencia legislativa que este proyecto merece y de convertir en ley una demanda que apunta directamente a corregir una deuda histórica del Estado con los derechos reproductivos y la dignidad de las mujeres y personas gestantes en Chile. Porque parir no debería doler más de lo que naturalmente duele. Porque dar vida no debería poner en riesgo la vida. Porque vivir sin violencia -también en la sala de partos- es un derecho, no una excepción.

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