
La confianza pública: Un bien común que la desinformación amenaza
Por qué preferimos relatos simples, cómo los algoritmos los amplifican y qué podemos hacer para recuperar la confianza.
Vivimos en una época bombardeados de información, la época del Big Data, en la que en cada minuto se producen más datos de los que una persona podría procesar en toda su vida. En principio, podríamos pensar que el acceso masivo y constante a datos, opiniones y análisis desde un teléfono móvil debería haber fortalecido nuestra democracia, porque ahora más personas tienen la posibilidad de informarse, fiscalizar a quienes toman decisiones y participar activamente en la vida pública con conocimiento de causa.
Sin embargo, en la práctica, esta saturación de información ha puesto en riesgo algo más profundo y esencial: la confianza pública. Es la confianza la que permite creer en la evidencia científica, valorar la burocracia que sostiene derechos y asumir que las instituciones, aunque imperfectas, son un patrimonio colectivo que debemos cuidar.
¿Por qué tantas personas creen explicaciones que claramente son falsas, como que la Tierra es plana o que las vacunas son perjudiciales para la salud? Una razón es que las historias sencillas nos resultan más atractivas que las complejas. Por ejemplo, entender una crisis sanitaria implica reconocer múltiples causas: aspectos científicos, variables económicas, decisiones políticas y desigualdades preexistentes que se entrelazan.
Este panorama es enredado, exige tiempo y no ofrece certezas inmediatas. En cambio, una teoría conspirativa reduce todo el problema a una sola variable y a un solo responsable: “alguien lo planeó todo”. Esa claridad no solo es más fácil de recordar y de compartir en redes sociales o en un asado con los amigos; también es psicológicamente reconfortante, porque organiza el caos y nos da la ilusión de que todo tiene una explicación simple que podemos comprender sin esfuerzo.
También influye la forma en que hoy consumimos información. Antes, gran parte de la ciudadanía se informaba a través de medios con filtros editoriales que, aunque perfectibles, al menos buscaban alguna fuente que respaldara los contenidos. Hoy, las redes sociales y las páginas web ocupan ese espacio, y su lógica no es la de educar ni contextualizar, sino maximizar el tiempo que pasamos frente a la pantalla.
Para lograrlo, los algoritmos priorizan los contenidos que generan emociones intensas, porque está demostrado que la rabia, la indignación y el miedo nos mantienen atentos por más tiempo que la calma o las buenas noticias. Si una publicación afirma que se aproxima un complot o un desastre natural, es más probable que la leamos completa, la comentemos y la compartamos. De ese modo, el contenido falso, que no necesariamente es cierto, circula con más fuerza que las noticias reales.
Una noticia sobre la inauguración de un hospital o el desarrollo de nuevas tecnologías para construir edificios más seguros frente a los terremotos suele interesar menos que un titular alarmista que predice una inminente pandemia o un supuesto megaterremoto que destruirá ciudades enteras. Este sesgo no ocurre por casualidad: es el resultado de sistemas de inteligencia artificial diseñados para amplificar lo que más reacciones provoca, aunque sea falso o exagerado.
Incluso la educación formal, aunque valiosa y muy necesaria, no nos inmuniza frente a estos algoritmos y noticias falsas. Haber pasado por el colegio o la universidad entrega herramientas, pero no elimina la necesidad humana de aferrarse a certezas. Cuando estamos cansados, preocupados o saturados de información, buscamos respuestas simples que nos devuelvan la sensación de control, aunque no tengan fundamento.
Por eso es tan importante que la educación también nos enseñe a desconfiar sanamente de lo que circula sin evidencia, a verificar las fuentes antes de compartir un contenido y a reconocer que, en muchos temas, la duda razonable es preferible a la seguridad inmediata que ofrecen las teorías más estridentes.
El problema no es solo que estas teorías o noticias falsas confundan. Es que erosionan la credibilidad de todo lo público. Dañan la ciencia, que queda reducida a una opinión más. Muchas veces llegamos a comparar décadas de investigación realizada por equipos de científicos y científicas en distintos países con el video de alguien sin formación especializada que afirma haber “escuchado” o “creído” otra cosa.
Debilitan la burocracia, que empieza a percibirse como un aparato ineficaz o corrupto, pese a que, como señalé en una columna anterior, resulta indispensable para que los países funcionen y los derechos se materialicen. Y desgastan la idea misma de que el Estado pueda servir al bien común.
Allí donde la confianza se quiebra, florece el terreno para el populismo que promete soluciones fáciles y respuestas inmediatas. Por ejemplo, cuando se reduce un fenómeno complejo como la migración a la construcción de una zanja o un muro, como si bastara un gesto simbólico para resolver un problema social profundo.
Recuperar la confianza no pasa por negar los problemas ni por fingir que las instituciones son perfectas. Significa entender que, si no compartimos un mínimo de credibilidad en la ciencia, en la información y en las instituciones que organizan nuestra vida común, ningún esfuerzo colectivo puede sostenerse. Combatir la desinformación requiere más que advertencias o datos verificados: supone comprender por qué estos relatos prosperan y construir un espacio público donde la duda razonable no se convierta en desconfianza absoluta.
La confianza no se decreta. Se construye con transparencia, con políticas que respondan a necesidades reales y con la capacidad de reconocer errores. Pero también exige algo de cada uno: aprender a tolerar la incertidumbre sin entregarnos a la primera historia que parece darnos tranquilidad. Al final, sostener un país estable y una democracia saludable depende de que logremos distinguir entre la crítica fundada y el descrédito sistemático, y de que sepamos defender la verdad, aunque sea más compleja que las mentiras que tanto nos gustaría creer.