
Políticos sin palabras y sin razones
Hace unos días venía pensando que, conforme me acerco a mi sexta década sobre este mundo, tal vez comience a hacer lo propio de este grupo al que me integro: quejarse y reírse sin tapujos, con la libertad del que ya tiene muy poco que perder. Sé que no suena tan atractivo, pero, tal vez, usted y yo conectemos en una mirada común.
Quizás nos riamos de las ocurrencias de Johannes y sus esteroides; de las explicaciones del director del Servicio de Impuestos Internos diciendo que no le hacen caso cuando da instrucciones; de la propuesta de Camila MNNMASFlores para rebajar la edad de imputación penal a 12 años; o del intento legislativo de José Manuel Ossandón para instaurar el día de la longaniza.
La tontería humana es tan rica, abundante y pletórica en sutilezas, que me ha costado escoger hacia dónde dirigir mis pullas que, además y probablemente, a nadie o a casi nadie le importarán. Pero si le sirven a una persona para cuestionar la realidad, me sentiré satisfecho.
Pretendo ofrecer a quien lea las columnas futuras dos cosas: quejas amargas y algo de humor de quien quiere preservar el español de las horribles heridas cortopunzantes que muchos desalmados le quieren infligir y lastimeros lamentos y burlonas contraargumentaciones frente a la tontería y crueldad diaria que nos ofrecen los políticos.
En el primer caso, como ya les he advertido, compartiré con ustedes mi molestia de hombre ya mañoso con respecto al uso absurdo del lenguaje por parte de quienes parece que se afanan incansablemente tratando de degradarlo. Los ojos me escuecen demasiado frecuentemente como para que no comience a reclamar.
Lo del leguaje inclusivo (¿inclusive?) será para más adelante, porque no quiero entrar tan de lleno en polémicas difíciles y convertirme en un precoz objeto de funas, sobre todo cuando mi espíritu combativo – del que no queda tanto, por lo demás – termina por reservarse para otros menesteres de mayor calado.
Con todo, no le negaré que cuando me hablan de “compañeres” o “chiquilles” se me eriza el pelo, no sé si por la ignorancia de creer que “compañeros” o “chiquillos” son palabras masculinas cuando se refiere a un grupo heterogéneo de personas o por el pudor que me da la gente que combate las discriminaciones contra las mujeres (a las que se les paga menos por el mismo trabajo, a las que se las celebra por ser mamás al precio de casi destruirles sus vidas profesionales y a las que, en los peores de los casos, se las asesina) hablando raro. Pero ya lo dije, eso será para más adelante.
En el segundo grupo de quejas, básicamente he encontrado una rica flora y fauna en el mundo de la política. Allí las tonterías y los atentados a la lógica son tan creativos, inagotables y sorprendentes que, en realidad, solo hay que escoger la frase de la semana. A veces, la frase atenta contra el lenguaje al mismo tiempo que contra la creencia de Aristóteles en cuanto a que somos el animal racional.
Creo que el Estagirita pudo haber estado bajo los efectos de algún alucinógeno cuando formuló esta sentencia, acogida de tan buen grado por tanto mamífero bípedo y sin pelos. Esto, lo de ser racionales, es lo que llamo un mito, una creencia sin evidencia o con evidencia contraria.
Admitamos que el comportamiento de la raza humana, como colectivo, no habla de racionalidad, sino de profunda estupidez: la destrucción del entorno, descuartizarse unos a otros a filo de espada desde siglos, morirnos en un holocausto nuclear agitando banderitas, amando esas banderitas en lugar de amar a las personas, gastándonos cifras inconmensurables en armamentos que no se pueden comer en un mundo donde hay niños desnutridos, odiarnos en honor a dioses que no existen y a los que ni uno solo de nosotros ha visto –ni verá– jamás… Mejor no sigo.
Pues bien, he recordado el tema de los mitos porque, en ocasiones, me ayudará a diseccionar la frase de la semana sobre la base de aquellos relatos fantásticos que subyazgan en el discurso. Si pretendo incomodar a los políticos es porque los considero una primera necesidad para cualquier país y, por lo mismo, su mediocridad y falta de talento, pero sobre todo su crueldad y falta de empatía, no pueden pasar impunes.
El problema común a casi todos los políticos suele ser su narcisismo desatado, que los vuelve tan arrogantes como ignorantes, muy al estilo de Milei o Trump. Gente básica que persigue el poder con tanto ahínco que termina obteniéndolo, acrecentándolo y concentrándolo en magnitudes intolerables para la libertad y el pensamiento crítico. Así que me parece un acto de asepsia preventiva demostrar la tontería de las frases y propuestas de tanto político mediocre.
Porque, como bien dijo alguna vez Cristóbal Bellolio en su magnífico libro Ateos fuera del clóset, el derecho a opinar es algo que sin duda hay que respetar, pero a las opiniones mismas el respeto no se lo tenemos por qué regalar, pues deben obtenerlo por su sensatez, coherencia y lógica. Seamos claros: hay opiniones tontas y tenemos el deber de combatirlas, aunque sonemos pesados y arrogantes y aunque sea ingrato, tratando de mostrar la evidencia.
No podemos, en el campo del debate, ser pasivos con los terraplanistas y creacionistas; ni con los negadores del holocausto judío provocado por los nazis o del holocausto palestino provocado por el sionismo; ni ver con indiferencia que un 67% de los chilenos, según la encuesta CEP 92 (2024), crea en el mal de ojo; ni abstenernos de cuestionar a los que siguen pensando (¿pensando?) que la astrología puede explicar la política y nuestras conductas o afirmando que las serpientes hablan y ofrecen manzanas, que los muertos resucitan o que podemos tolerar las injusticias del más acá pensando en el consuelo del más allá.
Así que esta columna no es una columna, sino una invitación para leer las próximas columnas.
Si lo suyo es escribir o hablar como le dé la gana, al estilo de Juan Marín, el último neógrafo, en el libro homónimo de Ignacio Álvarez, no me lea. O si lo suyo es creer en los mitos y no cuestionar a los políticos de su preferencia – y, probablemente, no cuestionarse tampoco – mejor vea Tik Tok o alguna teleserie o programa de farándula.
La invitación queda hecha. Es su responsabilidad.