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Siempre parece imposible hasta que se hace
Agencia Uno

Siempre parece imposible hasta que se hace

Por: Marcelo Trivelli | 05.07.2025
“Siempre parece imposible hasta que se hace”. No es solo una frase inspiradora: es un recordatorio de que toda transformación -personal y social- empieza con la conciencia de que las cosas pueden ser diferentes. El cambio verdadero no se mide en «me gusta», sino en vidas tocadas, comunidades fortalecidas, dignidad recuperada.

Vivimos en un país donde todo nos parece imposible. Somos una sociedad deprimida, pesimista y ansiosa, atrapada entre momentos de placer y miedo, pero con poca reflexión y acción sobre el bien común. Como comunidad, no parecemos ser felices.

El individualismo exacerbado nos ha enseñado que solo importa nuestro éxito personal, aunque implique pasar por encima de los demás. Medimos nuestra vida en visualizaciones, seguidores, dinero, consumo y validación externa. Pero ¿qué nos queda cuando estamos solos con nosotros mismos?

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El hecho de que tengamos una distribución tan desigual de oportunidades no es razón suficiente para dejar de soñar o para no intentar lo que parece imposible. Como dijo Nelson Mandela: Siempre parece imposible hasta que se hace”.

No podemos dejarnos arrastrar por slogans vacíos. El mercado nos vende bienestar empaquetado y la política nos promete participación mientras decide sin consultarnos. Pero hay algo que nadie puede quitarnos: la capacidad de imaginar un mundo distinto y de trabajar para construirlo juntos.

Porque sí, nos parece imposible. Nos parece imposible cambiar estructuras injustas. Nos parece imposible soñar con un país que no excluya a nadie. Nos parece imposible rechazar el odio, el miedo y la resignación. Pero nada de eso es imposible. Solo es difícil. Y lo difícil no se logra de manera individual ni tampoco de un día para otro: se construye en comunidad, en equipo. Solo así podemos lograrlo.

No podemos ser esclavos de las gratificaciones inmediatas que nos ayudan a olvidar, aunque sea por un instante, el peso del miedo, la incertidumbre y la exclusión, porque ese alivio es efímero. A la dopamina del placer le sigue el cortisol del miedo. Así entramos en un ciclo vicioso que anestesia nuestro pensamiento crítico y nuestra preocupación por los demás.

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Hoy, más que nunca, necesitamos atrevernos a preguntarnos no solo “¿qué quiero para mí?” sino “¿qué podemos construir juntos?”. Debemos entender que la verdadera felicidad no está en la dopamina fácil ni en la anestesia del consumo, sino en la alegría profunda de aportar, de ayudar, de cambiar algo para alguien más.

Esta conducta empática, tan frecuente dentro de nuestros grupos familiares, muchas veces se desvanece más allá de la reja de nuestras casas. Lo confirman las encuestas: solemos sentirnos felices en nuestro entorno familiar, pero no en la sociedad.

“Siempre parece imposible hasta que se hace”. No es solo una frase inspiradora: es un recordatorio de que toda transformación -personal y social- empieza con la conciencia de que las cosas pueden ser diferentes. El cambio verdadero no se mide en «me gusta», sino en vidas tocadas, comunidades fortalecidas, dignidad recuperada.

Nadie dice que sea fácil. Vivimos en un mundo que premia la indiferencia y castiga la empatía. Pero ahí está el valor de intentarlo. De organizarnos, de alzar la voz, de educarnos, de soñar y de actuar. De pensar en el bien común como un proyecto colectivo que vale la pena construir.

A quienes hoy nos podemos sentir postergados o invisibles: somos necesarios. Somos imprescindibles. No creamos nunca que estamos de más. No aceptemos que no hay lugar para nosotros. Hay lugar. Hay futuro. Y ese futuro empieza por creer que sí es posible. Aunque hoy nos parezca imposible.

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