
No hay que pedir permiso para abandonar a un hijo
En Roma, la decisión de un padre bastaba para definir el destino de un recién nacido. Si lo tomaba en brazos, era reconocido; si lo dejaba en el suelo, no. El derecho a abandonar no sólo estaba permitido, estaba normado.
No es casual que el abandono de la paternidad siga siendo, dos mil años después, una práctica socialmente tolerada. En Chile no hay ley, política pública ni condena cultural que impida que un hombre se desvincule de sus hijos sin consecuencias reales.
La estadística es apenas el síntoma más visible. Más de 270 mil personas están inscritas en el Registro Nacional de Deudores de Pensiones Alimenticias, de las cuales el 96% son hombres. En paralelo, un 47,7% de los hogares monoparentales están a cargo de mujeres, de acuerdo a la última Encuesta Casen (2022).
Detrás de esas cifras hay madres que crían solas, que sostienen la vida familiar con ingresos precarizados y redes de apoyo inexistentes, mientras sus exparejas retoman la libertad como si la paternidad hubiese sido una etapa opcional y superada.
Ese abandono no es solo económico. Es cotidiano, íntimo, estructural. Es no aparecer en reuniones del colegio, no saber cuándo toca control pediátrico, no tener idea de quién cuida a tu hijo cuando se enferma o qué medicamento toma. Es desaparecer, y que eso no implique nada.
La Ley de Responsabilidad Parental y Pago Efectivo de Pensiones de Alimentos fue un avance relevante, pero insuficiente. No asegura ni la presencia ni el cuidado. Y lo más grave: ha servido para reforzar la idea de que el padre que paga ya cumplió.
El total recaudado hasta ahora mediante esta ley supera los 2,5 billones de pesos, equivalentes al financiamiento de 52 campañas de la Teletón. Esa cifra no es un logro, es el reflejo del costo que las mujeres han debido asumir solas durante años, extrayendo de sus ingresos, su tiempo y su salud mental lo que la corresponsabilidad ausente dejó sin cubrir.
Porque lo que no se paga en dinero, se paga en angustia, en fatiga crónica, en carreras profesionales truncadas, en consultas médicas aplazadas, en maternidades forzadas que no fueron elegidas sino impuestas por omisión.
Tampoco es irrelevante el efecto social acumulado. En un país donde la tasa de natalidad ha caído a mínimos históricos, urge preguntarse si esta ausencia estructural de los hombres en la crianza no es también una de sus causas. ¿Quién quiere traer hijos al mundo cuando criar en solitario es la norma y no la excepción? ¿Cómo sostener generaciones futuras si el cuidado sigue siendo un destino individual, no una responsabilidad colectiva?
La frase de Karol Lucero “renunciar a la paternidad” fue repudiada, pero no desmentida. Porque en la práctica, los hombres no necesitan permiso para abandonar. Nunca lo han requerido. La ley regula el pago, pero no el vínculo. El sistema persigue la deuda, pero no exige la presencia. En lo íntimo, las consecuencias siguen recayendo sobre una sola parte, que trabaja, cuida y sobrevive sin espacio para enfermarse, descansar ni compartir el peso de criar.
Chile no necesita más días del padre. Necesita más padres. No los que publican fotos con sus hijos el tercer domingo de junio, sino los que se hacen cargo cuando no hay aplausos. La corresponsabilidad no puede seguir siendo una consigna vacía ni un privilegio. Tiene que ser un deber exigible. De lo contrario, seguiremos perpetuando lo que Roma legalizó hace siglos: el derecho de los hombres a no criar.