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Cultura, memoria y territorio: El otro legado en disputa
Agencia Uno

Cultura, memoria y territorio: El otro legado en disputa

Por: Viviana Delgado | 07.06.2025
Chile tiene una oportunidad histórica de dotar al patrimonio de un marco normativo que sea justo, plural, intercultural y comunitario. No es poco. Pero para eso necesita algo que escasea más que el presupuesto: valentía política. No para dictar desde arriba, sino para escuchar desde el suelo. Donde se construyen las verdaderas políticas de Estado.

En la cuarta -y última- Cuenta Pública de su mandato, Gabriel Boric intentó proyectar un relato de cohesión, legado y justicia territorial. Pero entre las 22 menciones a seguridad, los múltiples gráficos de crecimiento económico y los guiños a la gobernabilidad empresarial, la cultura apareció tarde, breve y maquillada.

No es una exageración: en el programa de gobierno que lo llevó a La Moneda, el área cultural era un pilar estructural del nuevo modelo de desarrollo. Pero en los hechos, el sector ha sido una de las piezas más rezagadas, desarticuladas y relegadas del gabinete. La cultura no ha sido ni eje ni prioridad, y eso no se puede tapar con un tren que pasa por Valdivia.

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Sin embargo, algo cambió. En esta Cuenta Pública 2025, lo cultural volvió a asomarse -con timidez y sin despliegue escénico- como si el Presidente y su equipo hubiesen recordado, a última hora, que sin memoria no hay democracia. Que sin patrimonio no hay territorio. Y que sin cultura, el pacto social es solo papel mojado.

Ahí están las cifras, que aunque dispersas y sin gran énfasis en el discurso, resultan elocuentes: el presupuesto del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio creció un 87% desde 2022. Se triplicaron las adquisiciones bibliográficas, se fortalecieron los fondos concursables, se diversificaron mecanismos de financiamiento directo a organizaciones territoriales de larga trayectoria, y se avanzó -por fin- en un plan de infraestructura cultural descentralizado, con proyectos en Atacama, Magallanes, Coquimbo y más allá de la Alameda. Sí: la cultura dejó de ser la hermana pobre del Estado. Por un momento.

Pero el verdadero clímax narrativo -y político- vino con una frase que ha pasado casi desapercibida para la gran prensa: “Hemos ingresado el nuevo proyecto de Ley de Patrimonio Cultural. Una deuda con nuestra historia, nuestras culturas, nuestra identidad”.

No es menor. Porque ese anuncio no es solo un acto administrativo. Es, en rigor, el cierre simbólico de una década de resistencia territorial contra un modelo tecnocrático y extractivista del patrimonio, que vio en los cerros, archivos y murales una oportunidad de desarrollo turístico, más que un campo de derechos colectivos.

La caída del anterior proyecto de Ley de Patrimonio -el de Piñera y su elite museográfica- no fue solo producto del estallido. Fue el resultado de años de críticas de comunidades mapuche, urbanistas, arquitectos, gestores culturales, funcionarios públicos del área patrimonial y un sinnúmero de actores que vieron cómo se pretendía convertir lo patrimonial en un bien fungible, desconectado del territorio y las comunidades que lo sostienen.

Y ahora, la moneda está lanzada. El Ejecutivo ingresa un nuevo proyecto, bajo un gobierno que ha prometido escuchar “desde abajo” y con un presidente que, al menos en el discurso, entiende que el patrimonio no es nostalgia pintoresca sino infraestructura crítica para la cohesión democrática. El problema es que los proyectos de ley no se juzgan por sus intenciones, sino por su tramitación. Y en Chile, todos sabemos lo que eso significa.

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¿Escuchará esta vez el Estado a quienes han cuidado la historia con la mano, el cuerpo y la comunidad? ¿O caeremos, otra vez, en la tentación de diseñar el país desde una oficina con vista al Parque Forestal, alejado del territorio popular y del Chile profundo?

Porque mientras se aplaude la expansión de los Puntos de Cultura Comunitaria (presentes en 13 regiones), el financiamiento de centros culturales independientes, la activación del Día del Patrimonio para Niños o el tren cultural que recorre Chile, hay archivos que se mojan, sitios de memoria en ruinas, y barrios históricos asediados por el mercado inmobiliario. Hay culturas vivas que siguen dependiendo de rifas, bingos y fondos concursables con reglas hechas en otro idioma. En uno donde la palabra “comunidad” se conjuga en tercera persona.

Por eso el anuncio no basta. Porque el peligro real no es solo que se archive el proyecto de Ley de Patrimonio en alguna comisión. El verdadero riesgo es que lo patrimonial se privatice con argumentos de eficiencia, que lo simbólico se encierre en vitrinas bien iluminadas, y que lo comunitario se traduzca, una vez más, en “participación consultiva”.

La cultura no es un decorado institucional ni un recurso humano. Es donde se resguarda lo común. Y en tiempos de crisis climática, envejecimiento social y desafección democrática, la memoria compartida es más importante que el litio, el cobre o la inteligencia artificial. Porque sin memoria, lo que se destruye no son ruinas: es el sentido de país.

Chile tiene una oportunidad histórica de dotar al patrimonio de un marco normativo que sea justo, plural, intercultural y comunitario. No es poco. Pero para eso necesita algo que escasea más que el presupuesto: valentía política. No para dictar desde arriba, sino para escuchar desde el suelo. Donde se construyen las verdaderas políticas de Estado.

Que esta vez, el poder cultural no quede atrapado entre vitrinas.

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