
El mundo al revés: La democracia asediada y la victimización de los victimarios
Una mano, al parecer enérgica, posada sobre el hombro de un diputado del Partido Republicano bastó para que se desatara una autentica cacería contra su autor, un diputado exsocialista de larga presencia en la Cámara.
Desde el mismo momento del suceso se construyó un espectáculo circense, grotesco y burdo y evidentemente falso, que culminó con sanciones desproporcionadas al diputado “agresor”, cuyo comportamiento estuvo probablemente fuera de norma, pero en absoluto fue la agresión que las huestes del Partido Republicano inventaron y aprovecharon con eficacia oportunista.
En un momento histórico de primacía del espectáculo, de domino de las apariencias sobre las verdades, de ataque grosero a los regímenes de verdad y moralidad de la Época Moderna, las derechas hegemónicas, que cada vez más se acercan al fascismo, recurren a su arsenal clásico, entre cuyas armas predilectas se encuentra la autovictimización.
Esta estrategia consiste en negar y suplantar la realidad de sus víctimas actuales o potenciales. Al situarse como víctimas, los victimarios buscan borrar las huellas de sus actos y los justifican en nombre de una supuesta “agresión” previa. Se presentan como mártires de un sistema, una élite, un grupo social o una ideología. Afirman que sus ideas son censuradas, que enfrentan una persecución injusta o que son marginados e, incluso, perseguidos por el establishment político y mediático.
La negación y la proyección son los mecanismos psicológicos básicos de estas personalidades autoritarias: niegan lo que son y atribuyen sus propias características, su responsabilidad y su propia política totalitaria a lo que ellos definen como sus enemigos, afirma Federico Finchelstein.
Se trata de una estrategia discursiva que, además de manipular el juicio público, trivializa la memoria histórica. En Chile, la victimización de victimarios ha sido una práctica sostenida por décadas, particularmente en el caso de militares condenados por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura cívico-militar, quienes se presentan como nobles ancianos perseguidos judicialmente, ocultando el carácter sistemático del terrorismo de Estado y la actuación de seres perversos como Pinochet o Miguel Krassnoff.
Hace unas semanas José Antonio Kast y Johannes Kaiser, aparecieron representados en una manifestación con muñecos colgados y simbología nazi, como forma de denuncia al carácter autoritario, cruel y manipulador de sus discursos y propuestas programáticas. Ambos personajes capitalizaron el acto para victimizarse públicamente: hablaron de intolerancia, odio y amenazas a su libertad de expresión.
Es decir, individuos que, sin tapujos, reivindican regímenes dictatoriales, justifican matanzas y flagelaciones y defienden a asesinos y torturadores, convierten unas denuncias simbólicas en un ataque a su identidad política. Los agresivos totalitarios se presentan como objeto de ataques injustificados. El mundo al revés.
Así, la atención mediática se desplaza del contenido, sus declaraciones y conductas xenófobas, antiprogresistas, misóginas, punitivistas y negacionistas, hacia la forma de la protesta contra ellos. Se olvidó su constante apelación a la mano dura, su desprecio a la justicia social y los derechos humanos, su justificación del autoritarismo y su reiterada utilización de estereotipos xenófobos. Todo esto quedó eclipsado por la imagen de dos muñecos colgados simbólicamente, lo cual permitió que se presentaran como víctimas de una izquierda supuestamente violenta y antidemocrática.
Históricamente, los fascismos supieron manipular el dolor social para instalarse como salvadores de pueblos imaginariamente amenazados. Ahora en Europa se consolida la islamofobia y en EEUU la caza del inmigrante latino está desatada, después de definirlos como agresores de la identidad nacional. La actual barbarie israelí a Gaza es otro ejemplo trágico de esta inversión de las responsabilidades.
En Chile, decir extrema derecha es un pleonasmo. Todo el campo de lo decible políticamente está copado por el discurso de estas derechas escoradas hacia el totalitarismo, obsesionadas con el tema de la seguridad y la culpabilización de los inmigrantes. El resto del espectro político es eso, un espectro, un fantasma impotente y mudo que ya ni siquiera ofrece resistencia ética a la embestida totalitaria, sino que se subordina a ella y, a lo más, ofrece variantes de lo mismo.
Incluso acepta y legitima la intolerancia autoritaria de los intolerantes y no se atreve a usar la intolerancia democrática frente a ellos. Porque ser tolerante con los intolerantes no es neutralidad democrática: es permitir que se destruya el espacio común de la diferencia. Defender la pluralidad requiere trazar límites éticos y políticos: no todo cabe en el mismo espacio, y la defensa de la dignidad humana debe estar por encima de la libertad de agredir.
Porque, ni la democracia, en todas sus variantes, ni la convivencia social están siendo atacadas y debilitadas por el comportamiento de un diputado progresista ni por dos muñecos expuestos, como gesto de protesta en la vía pública.
La democracia está siendo asediada y debilitada sistemáticamente por aquellos que robaron los conceptos de república y libertad y han reciclado elementos del fascismo clásico, incluyendo la victimización y la mentira sin consecuencias.
La democracia está debilitada porque hay una masa creciente de individuos que emigraron del campo progresista y viven asustados y recluidos tras las rejas, cada vez más altas, de sus hogares, abandonando los espacios públicos y reforzando la autovictimización, la xenofobia, la crueldad y las mentiras impunes de los totalitarios.
La democracia está asediada porque, quienes deberían ser sus más enfáticos e irrenunciables defensores, confunden ser democráticos con tolerar la libertad de mentir y causar daño. La democracia está asediada y ninguneada porque no hemos tenido la valentía de defender con convicción la memoria de nuestros asesinados, torturados, desaparecidos y exiliados por los intolerantes del pasado, que reviven en los intolerantes del presente que, si tuvieran la oportunidad, repetirían lo que aquellos hicieron.