
Entender el todo: Una nueva mirada sobre el mundo y la política
Vivimos en un mundo que ha sido pensado, desde hace siglos, en base a partes: partes del cuerpo, partes de la naturaleza, partes del conocimiento, partes del territorio, partes del poder. Esta forma de ver las cosas ha sido útil para desarrollar la ciencia, organizar gobiernos o diseñar tecnologías. Pero también nos ha hecho perder de vista algo fundamental: que la realidad no está hecha de partes aisladas, sino de relaciones, de redes, de totalidades vivas.
Este énfasis en la parte tiene una raíz filosófica reconocible en el pensamiento de René Descartes, quien propuso que para entender algo complejo era mejor dividirlo en partes más simples. Este método analítico permitió grandes avances científicos, pero también reforzó una visión fragmentada del mundo. Frente a esta perspectiva, corrientes como la psicología de la Gestalt afirmaron que "el todo es más que la suma de las partes", recordándonos que hay estructuras y significados que no pueden entenderse si solo miramos los elementos por separado.
Cuando analizamos un río como “agua”, un bosque como “biomasa”, o una comunidad como “población”, estamos usando una forma de pensar que separa para entender. Es lo que los griegos llamaban logos: la razón, el lenguaje, la lógica. El logos nos ayuda a construir modelos, teorías y conceptos que nos permiten explicar el mundo. Pero tiene un límite: no puede captar el todo tal como es. Puede analizar fragmentos, pero no puede vivir la totalidad de lo real.
La filosofía, desde distintas tradiciones, ha advertido esto muchas veces. En el budismo, por ejemplo, se dice que nada tiene existencia propia: todo depende de todo. En la filosofía ecológica, como la de Arne Naess o Félix Guattari, se insiste en que el ser humano es parte de una red de relaciones -con la tierra, con los demás, consigo mismo- y que no puede pensarse como una unidad separada. La idea de que somos individuos autosuficientes es una ilusión moderna que ya no nos sirve.
Este problema no es solo teórico. Tiene consecuencias directas en la forma en que organizamos nuestras sociedades. Las políticas públicas suelen tratar los temas como si fueran independientes: salud, medio ambiente, economía, seguridad. Pero en la práctica, todo está conectado. Si se contamina un río, afecta la salud, la economía local, la biodiversidad, e incluso la identidad de una comunidad. Si se construye una carretera en un bosque, cambia todo un sistema de relaciones que tal vez no alcanzamos a ver.
Por eso, distintas experiencias en el mundo están mostrando caminos alternativos. El municipalismo ecológico, por ejemplo, propone que las decisiones se tomen a nivel local, con participación directa de las personas, y teniendo en cuenta la ecología del territorio. En algunos pueblos de Europa y América Latina ya se está practicando este tipo de organización, donde lo importante no es el poder desde arriba, sino el cuidado desde abajo.
En América del Sur, los pueblos indígenas originarios han propuesto nuevos paradigmas, una forma de vida basada en el equilibrio con la naturaleza, la comunidad y la espiritualidad. Aquí, la tierra no es un recurso, sino una madre: Ñuke Mapu (mapuche) y la Pachamama (andina). La política no se reduce a elecciones y leyes, sino que se expresa en la forma de sembrar, de compartir, de hablar con respeto, de recordar a los antepasados.
No luchan solo por tierras, sino por formas de vida que reconozcan al territorio como un ser vivo, no como una propiedad. En esas luchas hay una sabiduría que el mundo moderno necesita urgentemente: no todo se puede medir, dividir o administrar. Algunas cosas solo se pueden cuidar.
El filósofo Edgar Morin, uno de los pensadores más influyentes del pensamiento complejo, dice que necesitamos una nueva forma de hacer política. Una política que entienda que todo está relacionado: la mente con el cuerpo, el individuo con la sociedad, el ser humano con la Tierra. No se trata de rechazar la razón, sino de complementarla con sensibilidad, intuición y conciencia relacional.
Lo que necesitamos hoy no es más control sobre las partes, sino más comprensión del todo. Una política del cuidado, no del dominio. Una forma de vivir que no divida, sino que reconecte. Porque al final, no somos piezas sueltas. Somos parte de una trama que nos sostiene, aunque muchas veces no la veamos. Y es esa trama -ese todo vivo- lo que vale la pena defender.