
La dignidad no tiene fecha de vencimiento
En Chile, pareciera que la empatía legislativa tiene destinatarios selectivos. Cuando se trata de empresas o instituciones, los plazos se extienden, las medidas se suavizan y las transiciones se planifican con extremo cuidado. Pero cuando se trata de personas -de ciudadanas y ciudadanos concretos, con nombre, rostro e historias- la ley suele ser más dura, más rápida y, muchas veces, menos compasiva.
Un ejemplo reciente de esta asimetría es el artículo 90 de la Ley N°21.724, publicada el 3 de enero de 2025. Paradójicamente, esta norma forma parte de una ley titulada “Otorga reajuste general de remuneraciones a las y los trabajadores del sector público, concede aguinaldos que señala, concede otros beneficios que indica, y modifica diversos cuerpos legales”.
Bajo ese título amistoso y celebratorio, se esconde una medida que establece que las y los funcionarios públicos que al 1 de enero de 2027 tengan más de 75 años cesarán en sus funciones a contar de dicha fecha.
Es decir, entre aguinaldos y reajustes, se cuela una notificación con apenas dos años de anticipación para que cientos de personas deban jubilar, sin importar sus circunstancias personales, familiares o económicas. Aunque se contempla una indemnización por años de servicio -con un tope de seis años-, lo cierto es que el aviso llega muy encima para muchos, que ahora deben enfrentar una transición compleja con escaso margen de preparación.
Como decano de una facultad en una universidad pública, he visto de cerca el impacto humano de estas decisiones. Nuestra comunidad está compuesta no solo por estudiantes y académicos jóvenes, sino también por funcionarias y funcionarios que llevan décadas sosteniendo el quehacer universitario con compromiso y vocación. Muchas de estas personas hoy enfrentan con incertidumbre el cierre abrupto de sus trayectorias laborales, sin la preparación ni el reconocimiento que merecen. Por eso me siento en la responsabilidad de alzar la voz.
Quiero ser claro: personalmente estoy de acuerdo con que en algún momento las personas deban retirarse del servicio público. De hecho, que ese retiro sea a los 75 años puede parecer razonable, considerando que en Chile la edad legal de jubilación es a partir de los 65 años para los hombres y 60 años para las mujeres. Pero lo que resulta inaceptable es la forma en que esta medida se implementa. La falta de gradualidad no solo es injusta, sino también profundamente insensible.
Aunque esta norma no me afecta personalmente -aún tengo varios años por delante para planificar mi jubilación-, me afecta de sobremanera ver cómo funcionarias y funcionarios que son el sostén de sus familias, y que no han podido jubilar antes debido a que ello implicaría una drástica reducción en sus ingresos, hoy viven con la angustia de no saber qué hacer en tan poco tiempo. Para muchas personas, menos de dos años no es tiempo suficiente para reorganizar su vida.
El contraste con lo que ocurre cuando las medidas afectan a grandes empresas o instituciones -públicas o privadas- es evidente. La Reforma de Pensiones, contenida en la Ley N° 21.640, establece una cotización adicional del 7% con cargo al empleador, cuya implementación será gradual y podría extenderse hasta 11 años.
Lo mismo ocurre con la llamada “Ley Corta de Isapres”, promulgada como Ley N° 21.674 en abril de 2024, que regula la devolución de cobros en exceso. Esta norma contempla plazos que, en algunos casos, se extienden hasta 13 años para concretar la devolución, dependiendo de la edad del afiliado.
No se trata de cuestionar la modernización del Estado ni la necesidad de introducir cambios. Lo que preocupa es la lógica desigual con que muchas de estas decisiones se implementan.
¿Por qué los derechos de quienes han trabajado toda una vida pueden verse truncados de un momento a otro, mientras a las empresas e instituciones se les conceden plazos graduales y condiciones flexibles? ¿No sería más justo implementar esta modernización con una transición que permita a las personas anticiparse y adaptarse con dignidad a lo que viene?
Las leyes no son solo herramientas jurídicas: son también un reflejo del país que queremos construir. Si aspiramos a una sociedad más justa, debemos poner a las personas -no solo a las cifras ni a las instituciones- en el centro de nuestras decisiones. Porque en una democracia madura, la dignidad no debería tener fecha de vencimiento.