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De la violencia estructural a la violencia escolar
Agencia Uno

De la violencia estructural a la violencia escolar

Por: Francisco Guajardo Medina | 12.05.2025
Chile avanza en rendimiento estandarizados, pero la situación en convivencia se vuelve cada vez más crítica. El sistema debe reaccionar y superar el lenguaje casi aprendido de que todo está mal, pero insistiendo en que, sin institucionalidad, la violencia escolar y la discriminación se instalan en aulas.

Vivimos en sociedades que, al menos en el plano institucional, se sostienen sobre principios democráticos que buscan garantizar condiciones mínimas para el desarrollo personal y colectivo.

Estas condiciones deberían permitirnos crecer dentro de comunidades orientadas a la construcción permanente del bien común, entendido como una meta colectiva que se teje desde la pluralidad, la diferencia y la diversidad propias de todo grupo humano. Dicho ideal se inspira en los principios éticos que emergieron con fuerza luego de las dos guerras mundiales, y que se cristalizaron en los derechos humanos como horizonte civilizatorio compartido.

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Pero el desarrollo de estos sistemas no ha estado exento de tensiones. La convivencia democrática se sostuvo muchas veces sobre acuerdos tácitos que condenaban el autoritarismo, los totalitarismos y las dictaduras como retrocesos inadmisibles. Sin embargo, siempre ha existido –y existe hoy con fuerza renovada– una fracción que pretende imponer su visión de mundo por sobre la de los demás. Confunden deliberadamente la libertad de expresión con la justificación de la brutalidad, como si invocar la palabra “libertad” bastara para validar cualquier exceso o atropello.

En este contexto, los sistemas democráticos se vuelven vulnerables. Son minados por discursos populistas que capitalizan el descontento, y por sistemas educativos debilitados que, al menos en Chile, han transitado desde la dictadura hacia modelos neoliberales que priorizan la competencia individual por sobre la construcción comunitaria.

Así, en lugar de ciudadanos, hemos sido formados como consumidores. En vez de sentirnos parte activa de una patria –entendida no como símbolo, sino como proyecto colectivo–, se nos enseñó a “salvarnos solos”, en una sociedad que ya no se percibe como un lugar de pertenencia, sino como una amenaza o una carrera por sobrevivir.

Las dictaduras, como la chilena, calaron hondo en la cultura nacional con frases como “los señores políticos”, deslegitimando cualquier forma de participación cívica y erosionando la confianza en lo público.

Hoy vemos ecos de ese mismo desprecio por la vida democrática en expresiones como “la casta”, promovidas por sectores libertarios, especialmente en Argentina, que reniegan de la política mientras participan activamente en ella. Así, la política se vacía de su función original –dialogar, acordar, construir en conjunto– y se convierte en una trinchera donde el adversario se vuelve enemigo.

Todo aquello que apela al derecho se tilda de “zurdo” o “comunista”; todo lo que defiende la propiedad o el capital es “facho” o “momio”. Este reduccionismo ideológico ha dinamitado durante décadas los propósitos comunes de país, reemplazando el diálogo por el insulto, y la búsqueda del bien común por la afirmación del interés individual. Como advertía el profesor Carlos Calvo, nos hemos quedado con el mapa, pero hemos perdido el territorio.

En ese territorio, nuestras escuelas –al igual que el sistema de salud– fueron arrastradas a una lógica privatizadora que segregó a la población. Se formaron dos mundos: uno con acceso a educación de calidad y otro que, en el mejor de los casos, aspiraba apenas a certificar el egreso.

El resultado ha sido una ciudadanía fragmentada, desarraigada y funcionalmente analfabeta, aunque llena de expectativas individuales. Es ahí donde germina la desafección política, donde frases como “¿para qué voy a votar si igual tengo que ir a trabajar mañana?” se vuelven sentido común.

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Esa fractura social ha sido hábilmente explotada por discursos demagógicos que, al banalizar la política y la historia, ofrecen orden y seguridad a cualquier precio. Pero no hay nada más peligroso que prometer democracia sin ciudadanía, libertad sin derechos, orden sin justicia. Esas promesas son espejismos que fomentan la violencia estructural y simbólica, naturalizándola hasta que irrumpe en nuestros colegios como violencia escolar.

Las nuevas generaciones, sin embargo, abren una ventana de esperanza. Indicadores de pruebas estandarizadas como el SIMCE en lectura –particularmente en cuarto básico– revelan mejoras en comprensión, uso de la información y pensamiento crítico. Aunque estos avances no ocupen los titulares, representan señales de que es posible recuperar el rol de la escuela como formadora de ciudadanos, no solo de trabajadores ni consumidores.

Pero esto exige algo más profundo: recuperar el arco del pensamiento. Disentir debe volver a ser una virtud orientada a enriquecer el propósito común, no una excusa para deshumanizar al otro.

Solo una ciudadanía crítica, consciente de su historia y comprometida con la verdad, puede neutralizar el avance de quienes justifican lo injustificable: las dictaduras, los crímenes de lesa humanidad, el desmantelamiento del Estado bajo la promesa de un orden que solo puede sostenerse desde el mismo Estado.

Educar, en este contexto, no es solo instruir. Es resistir al olvido, es generar conciencia, es sembrar comunidad donde el individualismo sembró soledad. Es hacernos cargo de las violencias –estructurales, simbólicas y físicas– que se incuban en nuestras aulas cuando se niega el valor de la diferencia y se pierde de vista el otro como un legítimo otro.

Educar es, en definitiva, volver a preguntarnos para qué estamos aquí. Porque mientras no contestemos esa pregunta desde un horizonte común, seguiremos reproduciendo las mismas violencias que decimos querer erradicar, y se normalizarán situaciones como las palabras del director del INBA.

Es decir, que cuando hablamos de violencia escolar bajo estos términos, es porque las escuelas y colegios se ven enfrentados a situaciones límites que, con faltas de herramientas visibles, presupuestos desfasados para la atención a la diversidad, y una larga serie de diversas dificultades, finalmente se replica la lógica del "salvarse solos", ante la ausencia de una institucionalidad robusta que resguarde el ejercicio docente, la gestión educativa y entregue presupuestos estables sustentados en matrícula.

Chile avanza en rendimiento estandarizados, pero la situación en convivencia se vuelve cada vez más crítica. El sistema debe reaccionar y superar el lenguaje casi aprendido de que todo está mal, pero insistiendo en que, sin institucionalidad, la violencia escolar y la discriminación se instalan en aulas.

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