
“Parece colegio diferencial”: El rector del INBA y el TEA
Un rector designado de un liceo público chileno (el INBA), funcionario del Estado, educador y figura de autoridad, declaró hace unos días -según consta en un audio filtrado- que su colegio “parece colegio diferencial, más del 60% son huevones con TEA”. No es simplemente una frase desafortunada. Pese a las disculpas que ofreció más tarde, lo dicho no puede reducirse a un error comunicacional.
Cuando una autoridad se refiere así a los estudiantes, lo que pone en juego no es solo su opinión personal. Es una política: la tendencia creciente a convertir el sufrimiento psíquico o la diferencia escolar en diagnósticos psiquiátricos. Una forma moderna y supuestamente científica de excluir sin decirlo.
Hoy, términos como TEA (Trastorno del Espectro Autista) se usan cada vez más para nombrar lo que no se comprende o no se tolera en el comportamiento de un niño o joven. Ya no se parte preguntando ¿qué le pasa?, sino ¿qué tiene?. Y esa diferencia es crucial. Porque lo que podría haber sido una señal de conflicto o una manifestación de angustia, se transforma en una etiqueta clínica que define al niño y, muchas veces, lo saca de la vida escolar común.
En lugar de acoger el síntoma como una manera personal y compleja de decir algo, se lo traduce rápidamente como un “problema neurológico” que requiere protocolo, derivación e incluso medicación, no como parte de un abordaje clínico riguroso, sino como forma de remover al niño del circuito pedagógico. El síntoma, en este contexto, deja de ser una vía de expresión y se convierte en una falla.
El niño deja de ser considerado un sujeto -es decir, alguien que habla, que desea, que sufre, incluso sin saber por qué- y se convierte en un caso clínico que debe ser manejado. Detrás de esta operación hay una fantasía adulta persistente: que los niños no tienen verdaderos conflictos, ni deseos propios, ni angustias reales, a menos que hayan atravesado un hecho traumático explícito. Como si solo el trauma validado por lo externo diera lugar al sufrimiento, y no también la complejidad inherente a la vida familiar común, al vínculo con los padres y hermanos, al enigma de crecer.
Esto no es nuevo. Ya ocurrió antes con el TDAH (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad), que durante años fue la respuesta automática ante cualquier niño inquieto o distraído. Hoy, ese lugar lo ocupa el TEA, cuya definición clínica se ha expandido tanto que prácticamente cualquier forma de diferencia puede caber en ella: desde un niño callado hasta uno desafiante, desde el retraimiento hasta la dispersión.
Esta inflación diagnóstica no responde tanto a una mejor comprensión clínica como a una lógica de anulación del malestar: esa forma en que un niño expresa, con su conducta o su silencio, que algo en su vínculo con los otros no está funcionando. Es más fácil y rápido diagnosticar que escuchar. Ponerle un nombre a lo que incomoda tranquiliza a los adultos, desresponsabiliza a las instituciones y evita el trabajo, siempre difícil, de abrir un espacio para que el niño diga algo de lo que le ocurre.
Y aquí la dimensión política se vuelve evidente: en lugar de generar condiciones para alojar el malestar, se lo externaliza. Se considera que el problema está en el niño, no en el entorno, ni en la estructura escolar, ni en el lazo social roto.
El lazo social constituye aquello que nos conecta con los demás a través del lenguaje, las reglas compartidas y el reconocimiento mutuo. Es lo que hace posible que alguien se sienta parte de un grupo, escuchado, tomado en cuenta. Cuando ese lazo se rompe o no se construye, el resultado no es solo que una persona se aísle: es que deja de ser vista como alguien con algo que decir, como un sujeto. Solo queda su conducta, su “problema”, pero no su palabra.
No se trata solo de lo que ocurre en las aulas. Encuestas recientes, como la de Tenemos que Hablar de Chile -iniciativa de las universidades de Chile y Católica-, muestran que una parte importante de la ciudadanía se siente sola, desprotegida y sin canales reales de escucha. El síntoma, en ese sentido, no es solo escolar: es estructural.
El diagnóstico en la escuela deja así de ser una herramienta clínica y se transforma en un instrumento de segregación. No se utiliza para ayudar al niño a construir un lugar en el mundo, sino para justificar su exclusión, en forma transitoria o permanente. El sujeto deja de ser interlocutor y se convierte en objeto de gestión.
Escuchar un síntoma implica reconocer que allí se juega una verdad del sujeto, que hay un intento de decir algo que no encuentra otra vía. Pero para que eso ocurra, debe haber un Otro -una figura simbólica: un maestro, un adulto, una institución- dispuesto a soportar lo que no entiende de inmediato. Eso, hoy, está en crisis. Muchas escuelas han perdido esa función. Ya no enseñan, transmiten o acogen, en cambio administran cuerpos, regulan conductas y tercerizan lo que no saben manejar.
Algunos apenas nos muestran, con sus gestos -su silencio, su exceso-, que algo en el lazo que debería vincularlos con los otros -adultos, maestros, instituciones- está roto. Y cuando un rector afirma públicamente que sus estudiantes “son huevones con TEA”, lo que se revela no es la patología de los jóvenes, sino el agotamiento de las estructuras que deberían sostenerlos. Es el síntoma de un sistema que ya no logra ver en cada uno un sujeto, sino un problema a resolver.
En su brutalidad, la frase no solo ofende: pone en evidencia lo que muchos piensan, pero callan. Que hoy, especialmente en la educación pública, el diagnóstico ha reemplazado al diálogo; que etiquetar ha pasado a ser la nueva forma de excluir. No se los insulta directamente, se los borra de la escena simbólica.
Y lo que así se desnuda no es una falla de los estudiantes, sino del propio discurso institucional, que ha renunciado a escuchar y a sostener vínculos -es decir, a educar-, sustituyendo esa tarea por una gestión optimizada, veloz y sin fricción, que responde más a la lógica de la eficiencia que a la de la enseñanza.
Desaparece así la posibilidad de que ese niño se encuentre con un deseo distinto al propio, con una ley que no lo aplasta pero lo orienta. Una escuela sin esa función simbólica no educa: certifica, evalúa, gestiona. Aunque en ese proceso, excluya al niño mismo.