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Lo ocurrido en el INBA nos recuerda lo que aún falta en inclusión
INBA / Consejo de Monumentos Nacionales

Lo ocurrido en el INBA nos recuerda lo que aún falta en inclusión

Por: Viviana Rivera | 08.05.2025
La inclusión no se decreta. Se aprende, se enseña y se practica. Y para que sea real, se requiere voluntad, formación, recursos y una convicción profunda de que todos los niños y niñas tienen derecho a aprender en un entorno que los acoja, respete y valore por lo que son.

Los recientes comentarios del rector del Instituto Nacional Barros Arana (INBA) sobre estudiantes con Trastorno del Espectro Autista (TEA) no son un hecho aislado ni una simple polémica pasajera. Reflejan una deuda estructural que aún arrastramos en nuestro sistema educativo: no estamos preparados, de forma real y profunda, para convivir con la diversidad.

Trabajo hace más de quince años en una escuela pública de Santiago, acompañando a estudiantes, docentes y familias. Lamentablemente, lo dicho por el rector no me sorprendió. No porque lo comparta, sino porque he escuchado muchas veces afirmaciones similares, en distintos contextos. Y no siempre provienen de la mala fe. Muchas veces surgen del desconocimiento, la falta de formación o el temor frente a lo que no se comprende.

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La Ley 21.545, promulgada en 2023, fue un avance importante al reconocer los derechos fundamentales de las personas con TEA. Pero una ley, por sí sola, no transforma la realidad. La inclusión no se logra instalando una sala sensorial ni realizando talleres esporádicos. Se construye día a día, en cada sala de clases, con docentes capacitados, equipos de apoyo suficientes, liderazgo comprometido y familias activamente involucradas.

Hoy, la mayoría de los profesores enfrenta aulas cada vez más diversas sin la preparación adecuada. Salvo en Educación Diferencial, las carreras pedagógicas no incluyen formación sistemática en necesidades educativas especiales. Esto genera frustración, sobrecarga y, muchas veces, errores evitables.

Además, la colaboración entre profesionales -fonoaudiólogos, psicopedagogos, educadores diferenciales- suele ser fragmentada y limitada por la falta de recursos. Faltan espacios de planificación conjunta, tiempo y, sobre todo, una visión integral. La inclusión no puede ser responsabilidad exclusiva del aula: requiere políticas públicas claras y sostenidas, y un compromiso articulado entre los sistemas de salud, educación y las familias.

El vínculo con las familias también es clave. Su escasa participación muchas veces se interpreta como desinterés, pero con frecuencia obedece a la falta de espacios adecuados, información clara o apoyo suficiente. Sin ellas, la inclusión se vuelve cuesta arriba.

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Por eso es urgente mejorar la coordinación entre el sistema educativo y el de salud. La información que reciben las familias en centros de atención médica debe estar en sintonía con lo que ocurre en la escuela. Esa coherencia favorece el acompañamiento, reduce tensiones y contribuye significativamente al bienestar de niños y niñas.

En este contexto, no debemos perder el foco discutiendo desde trincheras políticas. Las actitudes excluyentes no tienen color político: están presentes en diversos espacios, muchas veces de forma silenciosa. Lo importante no es solo condenar lo ocurrido, sino trabajar para que no vuelva a repetirse.

La inclusión no se decreta. Se aprende, se enseña y se practica. Y para que sea real, se requiere voluntad, formación, recursos y una convicción profunda de que todos los niños y niñas tienen derecho a aprender en un entorno que los acoja, respete y valore por lo que son.

Que esta polémica no se agote en la indignación. Que sea el punto de partida para avanzar, con decisión, hacia una inclusión que no se quede en el discurso, sino que se viva, con coherencia y compromiso, en cada escuela del país. El proceso de enseñanza y aprendizaje se diseña para ser útil y accesible a personas con distintas habilidades, debe ser respetuosa con la diversidad, para establecer expectativas elevadas a todo el estudiantado.

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