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Disturbios en las afueras del Estadio Monumental / Agencia Uno

"Son unos pocos"

Por: Francisco Flores R. | 22.04.2025
No se trata solo de castigar a los pocos. Ni de justificarlos. Se trata de escuchar lo que su irrupción está diciendo -más allá del acto- y de leer lo que, como sociedad, dejamos de decir. Porque si lo común no encuentra quién lo nombre, siempre habrá unos pocos que hablen por todos.

Desde hace algunos días se repite, con resignación o rabia, un diagnóstico ya conocido: en cada experiencia colectiva, unos pocos bastan para arruinar lo común. Esto claramente demostrado en el partido de Copa Libertadores en Santiago, entre Colo Colo y Fortaleza, cuando unos pocos invadieron la cancha, unos pocos forzaron los accesos, unos pocos transformaron una jornada deportiva en caos.

Pero no fue solo la violencia de quienes empujaron los límites. Fue también la respuesta que vino ante esta misma: torpe, sin escala, como si el único lenguaje disponible frente al desborde fuera otro desborde. No hubo ley, hubo pura fuerza. No hubo control, sino descarga. Y en ese cruce de actos sin mediación, lo común volvió a ser lo que queda herido, sin lugar

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Pero conviene no apresurarse. No es la violencia en los estadios, ni siquiera la violencia en abstracto, lo que está en juego. Es la insistencia de un fenómeno más sutil: cómo una minoría persistente -numéricamente irrelevante, pero subjetivamente poderosa- logra desfigurar las condiciones de la vida colectiva.

La escena no es nueva. Se repite en distintas versiones: unos pocos que no pagan en el transporte, obligando al resto a sostener lo que es de todos; unos pocos que destruyen en una marcha, empañando lo que muchos levantaron con esfuerzo.

En el mercado, unos pocos acaparan los frutos del crecimiento, comprometiendo el sentido mismo de justicia. En las redes sociales, unos pocos agreden, distorsionan, cancelan, afectando la posibilidad de la deliberación. En cada caso, lo común queda desplazado, arrinconado, expulsado de su propio espacio.

Nada de esto es nuevo y, sin embargo, algo ha cambiado. Cada día educados en la sospecha frente a toda forma de autoridad, hemos aprendido a no interpelar al otro, a replegarnos en la burla o en el escepticismo. Así, frente al abuso de unos pocos, la mayoría calla. Se vuelve testigo pasivo. Y al hacerlo, se cede el espacio simbólico en que lo común puede construirse.

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Desde el psicoanálisis, podríamos decir que el sufrimiento no proviene tanto de prohibiciones, sino de la pérdida de vínculos que den sentido y contención a la vida en común. Se teme más al juicio ajeno que a la propia vergüenza o pudor. Y en ese vacío simbólico, el acto sin ley se vuelve atractivo, incluso fascinante: lo impune goza de una libertad que al ciudadano respetuoso se le vuelve inalcanzable.

El acto sin ley fascina no porque sea deseable, sino porque muestra algo de lo que no tiene freno. Ese goce impune, que no reconoce límites ni consecuencias, se vuelve figura central de la época. Frente a él, el sujeto respetuoso, el que paga su entrada, el que espera en fila, el que argumenta en vez de agredir, aparece casi ridículo, fuera de lugar.

Por eso, más que pedir mano dura o indulgencia, el desafío difícil es otro: restituir la legitimidad del nosotros. Porque lo que está en juego no es solo el orden público, sino la posibilidad misma de convivir. Y para eso, no basta con sancionar a los pocos: hay que interpelar a los muchos. Es decir, a nosotros.

No se trata solo de castigar a los pocos. Ni de justificarlos. Se trata de escuchar lo que su irrupción está diciendo -más allá del acto- y de leer lo que, como sociedad, dejamos de decir. Porque si lo común no encuentra quién lo nombre, siempre habrá unos pocos que hablen por todos.

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