
Inclusión: El desafío pendiente del sistema educativo
La reciente iniciativa del Ministerio de Educación para implementar salas sensoriales en establecimientos escolares representa un avance hacia una educación más inclusiva. Estas salas, orientadas a favorecer la autorregulación emocional y conductual de estudiantes con trastornos del espectro autista (TEA), constituyen un paso esperanzador.
Sin embargo, como profesional con más de 15 años de experiencia en un Programa de Integración Escolar (PIE), considero que esta medida debe formar parte de un enfoque mucho más amplio, sistémico y sostenido.
El PIE ha sido una innovación que ha permitido instalar prácticas pedagógicas que reconocen la diversidad del estudiantado y promueven el derecho a una educación de calidad para todos y todas. La regulación emocional, sensorial y conductual no es un desafío exclusivo del TEA.
Las aulas sensoriales pueden -y deben- beneficiar a estudiantes que enfrentan barreras para el aprendizaje, ya sea por motivos neurológicos, emocionales o contextuales. Por ello, deben insertarse en un modelo pedagógico inclusivo, donde la diversidad se entienda como una riqueza, no como una excepción.
No obstante, una sala, por sí sola, no transforma la realidad escolar. La experiencia en terreno demuestra que la principal deuda del sistema no está en la infraestructura, sino en las personas. Persiste una preocupante escasez de profesionales especializados, tanto en número como en tiempo disponible, para brindar atención oportuna y pertinente.
Desde algunos niveles de decisión se asume que las horas PIE y la dotación son suficientes, e incluso se ha afirmado que “son demasiados”. La realidad lo contradice: los equipos PIE enfrentan sobrecarga permanente, múltiples funciones, extensas tareas administrativas y poco tiempo para el trabajo pedagógico directo.
Además, muchas autoridades locales, regionales y nacionales aún no comprenden cabalmente el valor ni el funcionamiento del PIE. Esa desconexión impide decisiones ajustadas a la realidad escolar.
A ello se suma un fenómeno creciente: el aumento de diagnósticos y de Necesidades Educativas Especiales (NEE), debido a que hay mayor conciencia social y acceso a evaluaciones. Por lo mismo, las aulas de los establecimientos públicos están cada vez más saturadas. Sin embargo, el PIE admite formalmente solo cinco estudiantes con necesidad educativa transitoria y dos con necesidad educativa permanente por curso, cupos que en muchos colegios ya están superados.
La inclusión no puede depender únicamente del PIE. Es indispensable formar a toda la comunidad educativa -directivos, docentes, asistentes de la educación- para actuar de forma pertinente ante situaciones complejas, particularmente en el ámbito de la convivencia escolar. La formación continua en inclusión, salud mental y neurodiversidad debe ser un eje estratégico del sistema educativo.
Los desafíos de la educación inclusiva no se abordan con medidas fragmentadas. Se requiere una política coherente y de largo plazo que articule infraestructura, formación, dotación de profesionales y cultura escolar. Instalar aulas sensoriales sin fortalecer los equipos que las gestionan es como construir laboratorios sin científicos: la intención es buena, pero el impacto será limitado.
La inclusión debe vivirse como un derecho, no como una carga. Para que ese derecho se materialice, necesitamos un Estado que confíe en la experiencia de quienes trabajamos en las aulas, escuche a las comunidades escolares y tome decisiones informadas desde la realidad. Solo así avanzaremos hacia un sistema educativo donde todas y todos puedan aprender, participar y sentirse parte.