Si el ambientalismo es racista, no es ambientalista
En la búsqueda de un mundo más justo y sostenible, cada movimiento social debe examinar sus propias prácticas y asegurarse de que su lucha no excluya o perjudique a comunidades vulnerables. Así como el feminismo no puede ser racista, tampoco el ambientalismo puede permitirse caer en el racismo o en el desprecio de las culturas tradicionales.
La investigadora Stefanie Mayer afirma que “las personas racistas no pueden ser feministas porque un feminismo que excluye a la mayoría de las mujeres del planeta no se merece este nombre” (ver aquí). Así, la coherencia exige que el ambientalismo sea inclusivo y considere los derechos y conocimientos de quienes viven en armonía con la naturaleza, como los pueblos indígenas.
Los pueblos indígenas costeros de Chile, como los changos y los lafkenches, tienen una larga historia de prácticas sostenibles y de respeto hacia el mar y su biodiversidad. No obstante, estos pueblos actualmente enfrentan una serie de amenazas derivadas de proyectos de energía “verde”, como las plantas de hidrógeno y los parques solares, que invaden sus territorios costeros sin consulta previa y comprometen su forma de vida.
Como explica Brenda Gutiérrez, activista changa, “para nosotros, el mar es más que una fuente de recursos; es nuestro hogar y nuestra herencia cultural” (ver aquí). En localidades como Taltal, Paposo y Hornitos, los changos han denunciado cómo estos megaproyectos energéticos, lejos de ofrecer sostenibilidad, están alterando el ecosistema marino y limitando el acceso a los recursos que son vitales para sus modos de vida (ver más aquí o también aquí).
Esto plantea una contradicción profunda: mientras el ambientalismo promueve el cuidado del medio ambiente, algunas de sus políticas despojan a las comunidades indígenas de los territorios que sostienen su cultura y economía. Un verdadero ambientalismo debe evitar replicar prácticas extractivistas que, aunque disfrazadas de sostenibilidad, terminan marginando a las mismas comunidades que deberían proteger.
En una reciente columna de El Mercurio de Calama, se expresa una advertencia: “este tipo de iniciativas se presentan como sostenibles, pero en realidad perpetúan un modelo que no consulta ni respeta las prácticas de las comunidades indígenas” (ver aquí).
El ambientalismo sin justicia social y cultural pierde su razón de ser. Al ignorar a los changos de Hornitos, Taltal, Paposo y otras comunidades, el movimiento ambientalista corre el riesgo de replicar prácticas extractivistas que, bajo la fachada de sostenibilidad, profundizan la desigualdad y dañan los ecosistemas. La sostenibilidad debe ser tanto ambiental como social, partiendo de un enfoque inclusivo que respete y valore el conocimiento ancestral de estos pueblos.
Si el ambientalismo no respeta la diversidad cultural y los derechos indígenas, no es más que una extensión de prácticas que históricamente han marginado y explotado a comunidades vulnerables. Necesitamos un movimiento ambientalista consciente e inclusivo, que proteja tanto los ecosistemas como a quienes mejor los conocen y cuidan. Solo así podremos construir un futuro verdaderamente verde, justo y libre de discriminación.