Una derecha sin bandera radical
Chile, en su extraña singularidad, desafía constantemente las categorías que la teoría política intenta imponerle. En un escenario mundial donde los movimientos de derecha radical crecen y prosperan, el país parece una excepción, un punto ciego en el mapa de las derechas populistas radicales.
Uno podría preguntarse: ¿Por qué en Chile no emerge un movimiento similar a aquellos que florecen en Europa, en los que la derecha radical agita la bandera de la xenofobia y el nacionalismo? Esa derecha chilena que algunos analistas han intentado clasificar como “populista radical” -principalmente en el Partido Republicano- parece nunca llenar del todo el molde, algo en su esencia falla a la hora de reproducir el modelo europeo.
La primera tentación para explicar esta rareza es analizar el discurso del Partido Republicano. Algunos académicos, como Cristóbal Rovira, han sugerido que la estructura ideológica de esta agrupación se asemeja a la derecha populista radical europea, basada en valores de orden, autoridad y moral tradicionalista.
Pero aquí viene la particularidad: en lugar de alimentar un rechazo fervoroso hacia los inmigrantes, el Partido Republicano chileno adopta un enfoque moderado, dirigiendo su retórica hacia la crítica del Estado, de los políticos y de la seguridad pública. ¿Por qué? La respuesta no es sencilla, pues toca raíces profundas de la identidad política chilena.
Para empezar, la historia chilena nos muestra que el nacionalismo en el país no ha sido un sentimiento popular o arraigado en las clases populares, como en Europa. En Chile, el nacionalismo ha tenido un carácter elitista, proyectado por el Estado y las instituciones más que por el pueblo mismo.
Durante la segunda mitad del siglo XX, en un período de crisis e inestabilidad social, fue la derecha liberal quien decidió orientar el nacionalismo hacia las Fuerzas Armadas y no hacia las masas. Este nacionalismo de uniforme y disciplina, en lugar de emoción y fervor, instaló un tipo de patriotismo frío, institucional y distante.
Los partidos de derecha en Europa son los que históricamente han encontrado en el nacionalismo un recurso político que resuena en los barrios y en las calles, en la identidad de “los de abajo”. En países como Francia o Italia, por ejemplo, el nacionalismo es visceral, sentido en los suburbios y en las periferias, y se alimenta de un profundo temor a la pérdida de identidad nacional.
Es un nacionalismo que desconfía de lo ajeno, que rechaza y busca expulsar. En Chile, en cambio, esa reacción visceral no logra prender. Existe una especie de equilibrio incómodo entre la identidad nacional y la apertura a la diferencia cultural, un equilibrio forjado en una historia de relativa homogeneidad étnica y cultural.
El discurso de seguridad y orden que el Partido Republicano articula en Chile no es indiferente a los problemas que la inmigración trae consigo, especialmente en términos de delincuencia, que se ha intensificado en los últimos años. Sin embargo, la postura es ambivalente: mientras algunos sectores insisten en el control de la inmigración, no existe un impulso claro para una política de cierre de fronteras o de rechazo a la inmigración.
Por alguna razón, en Chile, la delincuencia atribuida a ciertos grupos migrantes no se convierte en una bandera para una derecha radical anti-inmigrante. Parece haber una suerte de contención o límite invisible, que mantiene a raya cualquier explosión xenófoba de grandes dimensiones.
Podría argumentarse que esta particularidad chilena se debe en parte a una memoria histórica de dictadura y represión. Tras años de violencia política bajo el régimen de Pinochet, la ciudadanía chilena ha desarrollado una sensibilidad especial hacia el abuso de poder, la exclusión y la estigmatización de grupos sociales.
Así, el discurso de odio y exclusión encuentra un terreno menos fértil en comparación con otras latitudes, especialmente en una sociedad que, si bien aún es conservadora en ciertos aspectos, también tiene un fuerte compromiso con la democracia y los derechos humanos. Este aprendizaje histórico podría estar funcionando como un dique que contiene el crecimiento de una derecha radical abiertamente xenófoba.
Sin embargo, algunos dirían que es cuestión de tiempo, que basta con la combinación correcta de factores para que el caldo de cultivo de una derecha radical y populista al estilo europeo se solidifique. Los índices crecientes de delincuencia, el miedo al extranjero asociado al crimen y el descontento general con el Estado pueden parecer ingredientes potenciales para este tipo de populismo. Pero hasta ahora, el caso chileno ha demostrado una capacidad única para absorber esos ingredientes sin explotar en una xenofobia masiva o en un movimiento anti-inmigración.
Quizás lo que falta en Chile es el elemento de “resentimiento cultural”, un fenómeno presente en Europa, donde la inmigración masiva y las crisis económicas han desencadenado una reacción defensiva en los sectores populares. En estos contextos, el inmigrante se convierte en el chivo expiatorio de los males económicos y sociales, y las derechas radicales capitalizan esta animosidad.
En Chile, en cambio, la economía sigue girando en torno a una apertura comercial y una visión cosmopolita que, paradójicamente, ha sido defendida por la misma derecha. El modelo exportador y la necesidad de mercados abiertos han creado una realidad en la que, aunque algunos sectores de la población miran con recelo la inmigración, el cierre de fronteras no es un tema prioritario.
Otra dimensión que explica esta ausencia de una derecha populista radical es la estructura del sistema de partidos en Chile. En lugar de permitir la proliferación de movimientos pequeños y fragmentados, el sistema ha promovido la consolidación de bloques partidarios más amplios, en los cuales conviven diversas corrientes.
Esta estructura limita el espacio para que surjan partidos extremos, ya que los grupos disidentes se ven obligados a moderar sus posturas para mantenerse dentro de coaliciones amplias. Así, el Partido Republicano, aunque a veces coquetea con el discurso populista, nunca llega a radicalizarse por completo, pues necesita mantener alianzas y una imagen de gobernabilidad para captar apoyo electoral en un sistema más competitivo.
En última instancia, la ausencia de una derecha radical populista al estilo europeo en Chile podría ser, en cierta medida, el resultado de una sociedad que se mueve entre la prudencia y el pragmatismo, una sociedad que prefiere el orden a la aventura, que desconfía de los extremos y que tiende a evitar las soluciones simplistas.
Es un país marcado por un sentido de moderación, incluso en el rechazo. Puede que esto esté ligado a su historia de conflictos internos, a una memoria colectiva que recuerda las consecuencias de la polarización y que, en lugar de lanzarse al abismo, prefiere una retórica de seguridad sin traspasar los límites de la xenofobia.
Chile, en su complejo y singular trayecto, podría ser ese “caso atípico” en la ola mundial de populismo radical. Un país donde las pulsiones hacia la exclusión del otro se sofocan bajo capas de historia, pragmatismo y contención institucional.