¿Justicia sin sistema de justicia?

¿Justicia sin sistema de justicia?

Por: Esteban Celis Vilchez | 16.07.2024
Una reforma profunda y urgente es inevitable. Hay mucho por discutir. Estaremos de acuerdo o en desacuerdo sobre las soluciones más eficientes, pero discutir y analizar es lo que no podemos dejar de hacer.

La democracia vive si hay igualdad: un voto por cada cabeza, la participación igualitaria en la toma de decisiones que afectan a la comunidad y a las personas que la integran, el derecho a una igualdad de oportunidades para emprender, estudiar o curarse y, por supuesto, cuando hay problemas o desacuerdos sobre estos temas, un acceso igualitario a la justicia, que no discrimine arbitrariamente. Sin un sistema confiable de resolución de conflictos solo quedan como opción las salidas violentas, como los golpes de Estado y otras actividades luctuosas.

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En 2020, un estudio, elaborado por la CADEM por encargo de la Defensoría Penal Pública, reveló que el sistema judicial era evaluado de modo deficiente por el 82% de los encuestados (ver aquí).

En febrero de 2023, un muestreo de Pulso Ciudadano entregó resultados dramáticos: el Poder Judicial y sus tribunales obtuvieron una aprobación misérrima de apenas el 10,2%. La desaprobación ascendió al 77,5%. (ver aquí).

Y este año una encuesta de la Universidad Gabriela Mistral y Black & White reitera la percepción desastrosa del Poder Judicial: el 83% desconfía de las instituciones y, en particular, evalúan a los tribunales con un 2,7 en una escala de 1 a 7.

Es decir, un rojo con todas las de la ley dentro de nuestro sistema escolar de evaluación, estimando gran parte de los encuestados que, los jueces, se dejan influir por la situación económica, el género o incluso el aspecto físico de quien concurre a un tribunal en busca de justicia.

Esta esquiva a los pobres, a las mujeres y a los feos, de modo que la justicia supuestamente ciega y vendada resulta ser una mirona llena de prejuicios que todos nos esforzamos por excluir (ver aquí). En este estudio, no es menor que un 17% de los encuestados considere que hacer justicia por la propia mano es la mejor forma de solucionar conflictos, pues sabemos que eso habitualmente tiene mucho de propia mano y muy poco de justicia.

A esta sombría percepción no han ayudado personajes como Luis Hermosilla, Víctor Migueles (pareja de la ministra de la Corte Suprema, señora Ángela Vivanco) o Juan Poblete, dejando tras de sí al menos un aroma inequívoco a tráfico de influencias.

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Además, el trato del sistema judicial se advierte alambicado, inconsistente y cambiante como el clima. Y poco igualitario: Eduardo Macaya está condenado a 12 años por abuso sexual, pero espera la sentencia en casa sin que el sistema lo considere ni peligroso para la sociedad ni que haya un peligro de fuga; Daniel Jadue no está condenado y goza supuestamente de la presunción de inocencia, pero se lo considera peligroso para la sociedad y el sistema lo ve como un probable prófugo de la justicia, de modo que se encuentra en prisión preventiva. No hay que ser comunista para ver desigualdad en esto.

Una reforma profunda y urgente es inevitable. Hay mucho por discutir. Estaremos de acuerdo o en desacuerdo sobre las soluciones más eficientes, pero discutir y analizar es lo que no podemos dejar de hacer.

Yo, por ejemplo, prefiero un sistema de jurados, porque incluso con sus propios riesgos o defectos (interesante en esto es El capellán del diablo, de Richard Dawkins) me parece que logra dos cosas centrales: participa de la administración de justicia la población, eliminando la idea de que ser justos y decir lo que es justo sea algo solo al alcance de profesionales que hablan raro y se llaman abogados, y disemina o descentraliza el poder, eliminando la existencia de un círculo cerrado de “decididores” profesionales, que son un llamado a la corrupción al tentar a los poderosos.

¿Cómo hacer que la justicia sea realmente “ciega” y no tenga tan presente quiénes son los involucrados en un juicio o, derechamente, no pueda saber quiénes son los litigantes? ¿Cómo eliminar el sesgo que se deriva del poder económico, del género y hasta del aspecto físico? ¿Cómo elegir a los mejores, moral e intelectualmente, para los cargos de alta responsabilidad? ¿Cómo asegurarnos de que los Conservadores, los Notarios, los Ministros de Corte o hasta el Fiscal Nacional no respondan a intereses, influencias, favores, amistades o promesas?

Aquí va mi idea: reivindicar el sorteo, como institución democrática de la vieja Atenas muchas veces desconocida. Pero en un híbrido.

Digamos, por ejemplo, que si se ha de nombrar un próximo Fiscal Nacional, un organismo confiable al estilo de una Alta Dirección Pública, apruebe la postulación de unos 50 ciudadanos que cumplan con requisitos razonables y objetivos de experiencia, trayectoria o formación. 50 personas probadamente idóneas elegidas sobre la base de currículos presentados bajo estricto anonimato. ¿Después de eso? Un sorteo público y transparente, obteniendo el número ganador en una audiencia pública.

No creo que en la élite se consigan muchos adeptos para esta propuesta. ¿Quién renunciaría al poder y a la posibilidad de influir en los nombramientos? ¿Quién se arriesgaría a que gente sin lazos con el poder accediera a esos niveles de poder?

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Este mecanismo podría replicarse para todos los nombramientos. Sería el funeral del tráfico de influencias, ¿no? ¿O es que acaso piensa usted que hay buenas razones para que todos sepamos los nombres de los postulantes? Me gustaría escucharlas. Porque a juzgar por la evaluación de Jorge Abbott como Fiscal Nacional en el pasado, o por la situación que se vive hoy en la Corte Suprema, estas razones parecen no existir.

Pero si usted pertenece a la élite de los poderosos, no se altere. Son solo ideas.

Crédito de la foto: Agencia Uno