Lecciones del caso Assange: Alegrías y amenazas
Este miércoles 26 de junio finalizó el largo calvario de Julian Assange, cuando llegó finalmente a Australia, su patria, para reunirse con su esposa Stella y sus dos pequeños hijos.
Solo cabe alegrarse de este desenlace en nombre de los derechos humanos y dar fe de la efectividad de la campaña mundial que a la postre logró doblarle la mano al gobierno de los Estados Unidos, a su doctrina de seguridad nacional y a quienes fueron cómplices de esta brutal persecución, entre otros, el gobierno y el sistema judicial de Gran Bretaña y el expresidente ecuatoriano Lenin Moreno, de triste memoria. Sin olvidar además a quienes en la escena internacional fueron cómplices pasivos, por omisión o temor.
Tras la alegría, una alerta por la amenaza que implica el hecho de que el fundador de WikiLeaks haya tenido que declararse culpable de espionaje, un delito que nunca cometió. Con esta fórmula, Estados Unidos salvó la cara ante el escándalo que significaba el arbitrario juzgamiento en su territorio de Assange por 18 cargos con una eventual condena a 175 años de cárcel.
Pero al mismo tiempo esta salida puede sentar un funesto precedente, que agrava las consecuencias del que quizás es el caso más extremo de atentado de un gobierno contra la libertad de expresión y el derecho a la información.
Cuando el Pentágono (Departamento de Defensa) estadounidense acusó a Assange de espionaje por revelar crímenes de guerra en Afganistán, Irak y Guantánamo, lanzó un potente y terrible mensaje: los intereses estratégicos de Washington están por sobre los derechos humanos y pobre de aquel que desde el periodismo desconozca esta regla.
Como dijo Stella Assange en Australia, su marido “no tendría que haber pasado ni un día en prisión”, y agregó: “este caso es un ataque contra el periodismo, el derecho de la ciudadanía a saber y no tendría que haber ocurrido”. Pero ocurrió, y el periodista australiano lo pagó como víctima de una encarnizada persecución judicial, que le significó 13 años de arbitraria privación de libertad, incluyendo cinco años de encarcelamiento en la cárcel de alta seguridad de Belmarsh en Londres, como recordó Reporteros sin Fronteras.
A sus 53 años, el Assange que recuperó la libertad parece un anciano. Maltratado judicial y sicológicamente, sometido permanentemente a sucesivas amenazas de deportación, primero a Suecia y luego de Estados Unidos, privado por Lenin Moreno del asilo que el presidente Rafael Correa le otorgó en la embajada ecuatoriana en Londres, imposibilitado de abrazar a sus pequeños hijos, mientras las autoridades británicas lo mantenían en prisión bajo el régimen de preso terrorista.
El único sustento de la acusación de espionaje fue la revelación a través de WikiLeaks de documentos clasificados del Pentágono, que pusieron en evidencia crímenes de guerra de tropas estadounidenses en Afganistán e Irak. Pese a que esta información fue divulgada por prestigiosos medios como Le Monde en Francia, The Guardian en Inglaterra y New York Times en los Estados Unidos, no hubo querellas contra ninguno de esos diarios y el acoso judicial se centró en Assange y sus colaboradores Edward Snowden y Chelsea Manning.
Está claro que Assange no trabajaba para una potencia extranjera enemiga de Estados Unidos y que las revelaciones de WikiLeaks no afectaron ni sus operaciones bélicas ni sus intereses estratégicos. Pero sí implicaban una potente denuncia de violaciones de derechos humanos y constituían a la postre un juzgamiento político de un sistema que se precia como ejemplo de democracia para el resto del mundo.
Assange fue víctima de una persecución política. El suyo fue uno de los ejemplos más relevantes de la esencia fiscalizadora del poder del buen periodismo, de aquella máxima de Horacio Verbitsky: “Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa; el resto es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio y, por lo tanto, molestar”.
Según la acusación, el periodista australiano con la revelación de documentos clasificados puso en riesgo la seguridad nacional de Estados Unidos. A primera vista, curiosa concepción de una seguridad nacional tan frágil que flaquea ante una verdad, pero en el fondo está la esencia de la Doctrina de la Seguridad Nacional que en aras de intereses geopolíticos y objetivos estratégicos se coloca por encima de los derechos humanos. En este caso, la “cruzada libertaria” del Pentágono en Asia bien valía el asesinato de civiles afganos e iraquíes.
El gran delito de Assange fue poner eso en evidencia. De alguna manera fue recordarle al mundo que la Doctrina de la Seguridad Nacional, tan profusamente aplicada por las dictaduras en los años 60 y 70 en América Latina continúa vigente. Una vigencia que se refuerza ahora con la amenaza para los periodistas de investigación, que pueden ser convertidos en espías si exageran con eso del derecho de los ciudadanos a estar informados.
Stella Assange reclamó una reforma a la Ley de Espionaje de Estados Unidos. Pero esa es solo una de las tareas ante el funesto precedente de este caso. La satisfacción de haber logrado la libertad del fundador de WikiLeaks debe ser un renovado impulso para continuar la batalla internacional por el derecho a la información, tan maltratado en muchas partes.
Hay que aplaudir a los presidentes Manuel López Obrador de México, Luis Inazio Lula da Silva de Brasil y Gustavo Petro de Colombia que intercedieron ante el mandatario estadounidense Joe Biden a favor de Julian Assange, y lamentar que el chileno Gabriel Boric no haya hecho otro tanto pese a su reconocido compromiso internacional con los derechos humanos.
Lamentar, también en este caso la virtual sumisión de los gobiernos de la Unión Europea a Washington. En el ámbito de los organismos internacionales, los relatores de la Libertad de Expresión de la ONU tuvieron que limitarse a declaraciones de principio contra la persecución a Assange y la propia Michelle Bachelet, como Alta Comisionada de los Derechos Humanos, no pudo interpelar a Washington aunque tuvo el gesto de recibir a Stella Assange y sus abogados defensores, encabezados por Baltasar Garzón, poco antes de dejar el cargo el año 2022.
La Unesco, presionada constantemente por Estados Unidos por el tema presupuestario, tampoco confrontó esta persecución y sus autoridades se abstuvieron de nombrar el caso Assange durante la asamblea conmemorativa del Día Mundial de la Libertad de Prensa el pasado mes de mayo en Santiago.
La tarea de extraer las lecciones de este episodio recae en las organizaciones de derechos humanos, los colectivos de periodistas y comunicadores y también, sin duda, en las universidades, si es que realmente queremos caminar hacia un mundo con libertad de información y comunicación.
Crédito de la foto: Wolf8901ify / Goodfon.com