Déficit de profesores a futuro y en el presente: ¿Estamos bien?
Existe un consenso y amplia preocupación en el campo académico en torno al futuro de la profesión docente, lo que se ha reflejado en investigaciones, como por ejemplo las de ELIGE EDUCAR, 2021, que postulan que para el año 2025 existirá un “déficit” de cerca de 30 mil docentes, lo que evidentemente implica un severo problema para el sistema escolar.
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Con frecuencia los investigadores y analistas esbozan explicaciones para este fenómeno, aduciendo principalmente a la falta de motivación de los jóvenes para ejercer la docencia en Chile o la baja en la matrícula de estudiantes en los programas de pedagogía de múltiples instituciones de educación superior.
Aquello implicaría una menor cantidad de egresados en el futuro cercano ante una “demanda” cada vez más grande de pedagogos en los años venideros. Por tanto, se ha diseminado esta legitima preocupación por “el futuro”, como si se tratase de un “viral”, alertando a todos los componentes y actores del sistema, sin siquiera detenerse a examinar críticamente el presente del profesorado chileno.
En este sentido, no es necesario realizar “futurología” para identificar en el presente que la educación en Chile está en “crisis” (¿Y cuándo no lo ha estado?).
Los análisis presentados en distintos medios de comunicación por los expertos/as se centran en esbozar relaciones causales, las que, si bien avizoran una posible realidad futura, no se ocupan de indagar en profundidad las actuales condiciones laborales de los profesores y educadoras a lo largo de Chile, realidad que a todas luces empeoró luego de la pandemia y que en parte solo evidenciarían la “punta del iceberg” de esta problemática.
Pues bien, a pesar de las mejoras introducidas a la profesión durante los años 90's, asociadas a la mejora de las remuneraciones y condiciones contractuales de los docentes, y la más reciente legislación que crea la Ley de Desarrollo Profesional Docente (Ley 20.903), todavía el ejercer esta profesión en Chile continua siendo una apuesta arriesgada en términos de costo/beneficio, y no solo en el plano económico, sino que en el ámbito del bienestar laboral, equilibrio trabajo- familia y por supuesto, el reconocimiento social hacia el trabajo pedagógico que se constituye en una verdadera deuda en el presente.
Siguiendo con el punto anterior, ¿No es acaso una decepción para algunas familias que sus hijos/as elijan estudiar “pedagogía” en vez medicina, ingeniería, derecho, economía u otras profesiones con mayor “prestigio”? Es, por tanto, ese bajo “prestigio” el que se debe de recuperar, y no solo aumentando los salarios por medio de mecanismos enrevesados de evaluación docente, la que los profesores deben realizar en sus horas “libres” (y no remuneradas), sino que también a través de una mayor profesionalización y realce de esta carrera en este país que aspira a ser más que un exportador de “commodities” o materias primas.
Los docentes del Chile del presente viven en carne propia los efectos del desmantelamiento de su “prestigio” durante la dictadura cívico-militar y de las políticas neoliberales que en ese periodo se implementaron, y que algunas de ellas fueron perfeccionadas durante los 2000.
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En este sentido, existen décadas de investigaciones que han evidenciado empíricamente las secuelas del “experimento neoliberal” de este derecho social, como lo son: desprofesionalización, precarización laboral, perdida de identidad como gremio, y la omnipresente sobrecarga laboral por las múltiples demandas propias del oficio, de los padres y apoderados y de la sociedad en general, las que se han intensificado producto de la pasada pandemia por Covid-19.
Por tanto, ante las exigencias actuales y futuras hacia la profesión docente, no basta solo con políticas compensatorias que caminen hacia un reconocimiento “a la chilena”, o con salarios que se mejoran de forma muy austera y dependiendo de evaluaciones técnicas externas que no reflejan el quehacer cotidiano de los profesores.
Buena parte de los docentes hoy en día ya se encuentran desgastados, presos de contextos materiales precarizados y esquemas babilónicos de enseñanza (con 40 alumnos por sala) y llenos preocupaciones por las evaluaciones estandarizadas (SIMCE, PAES, PISA, etc.) o por la fijación casi “patológica” por los estándares y todos los indicadores cuantitativos que demuestren su “calidad” como pedagogo/a.
Siendo este un diagnóstico crítico, pero preliminar al mismo tiempo, es necesario y preferible ocuparse principalmente del presente, más que preocuparse por “el déficit” de profesores, aduciendo a fórmulas que no aportan a la mejora inmediata de una alicaída y pauperizada profesión.
En este sentido, hace casi dos décadas que existe el Informe Mckinsey (Barber & Mourshed, 2007), en el que se documentan algunas claves para lograr sistemas educativos exitosos. Las recomendaciones claves se centran en la mejora de la docencia, tanto en el ingreso, formación y perfeccionamiento continuo.
Lo anterior va de la mano con sueldos competitivos a nivel de mercado, con pruebas de ingreso a las carreras de pedagogía que sean exigentes, una formación del profesorado centrado en programas de estudio actualizados así como en habilidades para el siglo XXI y la producción de prestigio, confianza y reconocimiento hacia los docentes como intelectuales y profesionales reflexivos de sus prácticas.
Por lo tanto, debemos rescatar las experiencias “exitosas” de los sistemas que llevan décadas invirtiendo en el futuro de sus naciones por medio del fortalecimiento de la formación y profesión docente, reconociendo su trabajo como esencial para el desarrollo social y económico de sus países y haciendo justicia con sus salarios y el merecido reconocimiento social como profesionales altamente calificados y no como trabajadores cognitivos precarizados y tercerizados, que es lo que presenciamos en la actualidad.
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En síntesis, es el presente de la profesión lo que nos debe ocupar, son las condiciones materiales y de bienestar laboral actuales lo que nos debe alarmar, y con ello ayudarnos a entender que el profesorado del sector público (SLEP, Corporaciones Municipales, DAEM), y también de los establecimientos particulares subvencionados, se encuentra en estado crítico (en la UCI), y que solo después de salir de cuidados intensivos es cuando se pueden apagar “otros incendios”, como la futura escasez de maestros en Chile.