Reflexiones sobre seguridad ciudadana en Chile: Entre estadísticas y percepciones
Recientemente el Ministerio del Interior dio a conocer en el Informe de Homicidio Consumados del año 2023, que la tasa de víctimas de homicidios por cada 100 mil habitantes disminuyó desde 6,7 (en 2022) a 6,3 en el año recién pasado.
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Esto significa que, comparativamente, durante el año pasado se registraron menos víctimas de homicidios, lo que además representa un quiebre en una tendencia al alza que había experimentado el índice desde hace algunos años.
Sin embargo, esta disminución en la tasa de homicidios contrasta con la ingente sensación de inseguridad de la población chilena que, en la última Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana alcanzaba el 90,6%. Esto sugiere que más del 90% de las personas encuestadas cree que la delincuencia aumentó en el país durante 2022. Aunque aún no se cuenta con las estadísticas de 2023 es altamente probable que el porcentaje sea incluso superior.
Esta percepción de inseguridad ha impulsado modificaciones normativas en el sistema penal. El año recién pasado fue especialmente prolífero en leyes destinadas a criminalizar nuevos comportamientos, endurecer penas de delitos ya existentes y extender el uso de la prisión preventiva. Como es obvio, estas modificaciones han exacerbado los problemas de hacinamiento en las cárceles.
Sobre el punto, hace algunos días el Departamento de Estadísticas y Estudios Penitenciarios de Gendarmería de Chile informó que desde diciembre de 2021 hasta marzo del presente año la población penal recluida (entre condenados e imputados) aumentó en un 40,7%. Ello se traduce en cifras cada vez más altas de sobrepoblamiento que en la actualidad superan el 35%.
A partir de estas consideraciones, se pueden extraer al menos tres conclusiones de relevancia que, a su vez, sugieren algunas recomendaciones:
En primer lugar la sensación de inseguridad es un fenómeno real y generalizado en la comunidad chilena, que genera graves perjuicios en la calidad de vida, salud física y mental de las personas (Gray, Jackson, Farral, 2015). Parece muy desaconsejable que las autoridades soslayen su existencia o le resten importancia en vista de la disminución en la ocurrencia de cierta clase de delitos.
En efecto, la experiencia extranjera ha demostrado que la existencia de esta sensación de inseguridad -más allá de que esté o no acompañada de un aumento efectivo de la criminalidad- arrastra a la población al respaldo de propuestas políticas autoritarias, que implican el sacrificio de garantías fundamentales. Muestra de ello es el renovado debate sobre la pena de muerte.
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En segundo lugar, a pesar de las medidas legislativas adoptadas durante los últimos años para incrementar la severidad del sistema penal, la percepción de inseguridad persiste. Aunque la población carcelaria ha aumentado significativamente, las personas continúan sintiendo temor a ser víctimas de delitos y consideran que el sistema penal es demasiado indulgente.
Ciertamente los medios de comunicación han influido en esta percepción, al destacar la supuesta benevolencia de las leyes penales y los jueces hacia imputados y condenados (Rebollo, 2009). Si bien es un error asociar -en términos de causalidad- la sensación de inseguridad a la labor comunicativa de los medios, sí puede indicarse que esto ha producido algún efecto.
La tercera y última consideración, es que la sensación de inseguridad no puede ser el único antecedente que tenga a la vista el legislador para adoptar decisiones en materias legislativas. Las leyes penales y procesales penales deberían ser cuidadosamente adoptadas, teniendo a la vista -por qué no- la percepción de la población, pero también otra clase de antecedentes como recomendaciones de expertos, estadísticas reales y recursos disponibles, que permitan que la ley penal incida positivamente en la disminución efectiva de la criminalidad.
En definitiva, la contradicción estadística entre la disminución del delito y la percepción de inseguridad debería inducir a una reflexión respecto de la verdadera necesidad de un cambio legislativo. En ese sentido, parece crucial adoptar estrategias que precisamente apunten a la prevención de delitos, más allá del campo del derecho penal.
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Una distribución equitativa y eficiente de los recursos de los que se dispone en materia de seguridad, el enfrentamiento directo al fenómeno del crimen organizado y sus complicadas redes poder (que incluso inciden en el funcionamiento de los recintos carcelarios) y un trabajo conjunto entre gobierno centrales y gobiernos locales, podría favorecer el entendimiento de que las autoridades estatales están cumpliendo su labor en materia de seguridad, y que podemos seguir confiando en nuestro Estado de Derecho.