Crítica de teatro| Proyecto Diablo: A tres años del estallido, ¿qué nos pasó?

Crítica de teatro| Proyecto Diablo: A tres años del estallido, ¿qué nos pasó?

Por: Giglia Vaccani Venegas | 09.11.2022
Proyecto Diablo fue creada en caliente, cuando la Plaza Italia pasó a llamarse Dignidad, y el pueblo, esa palabra que se creía en desuso, se tomó las calles. Y hoy, ver esta obra, es descorazonador. Porque la respuesta estuvo el 4 de septiembre y tuvimos miedo.

Proyecto Diablo, obra escrita por Marcelo Leonart, concebida junto al diseñador escénico Nicolás Jofré y al actor intérprete Felipe Zepeda, finaliza su última temporada este fin de semana (del 9 al 12 de noviembre) en el Teatro del Puente, mismo lugar en que se estrenara en diciembre de 2021.

Aplaudida por el público y la crítica, la pieza, que tuvo múltiples temporadas en estos casi dos años, no volverá a la cartelera, acaso porque que la pregunta que nos plantea en relación al estallido social del 2019, tiene hoy un efecto muy distinto en el público, habida cuenta del resultado del plebiscito del 4 de septiembre, cuando la ciudadanía rechazó la propuesta de nueva Constitución que tuviera su origen en aquel momento de inflexión histórica, lo que hoy nos obliga a otra lectura.

Porque Proyecto Diablo fue creada en caliente, en esos días que precedieron a la pandemia, cuando la Plaza Italia pasó a llamarse Dignidad, y el pueblo, esa palabra que se creía en desuso, se tomó las calles, protestando con furia por algo que luego se iría desdibujando, como demandas que fueron entronizadas por la élite política y que dieron origen a una Lista del Pueblo que de poco o nada sirvió a final de cuentas.

Proyecto Diablo es un unipersonal, en que el pueblo, como un cuerpo colectivo, se ve condensado en un solo individuo, como poseído por el diablo. Una trabajadora explotada, humillada, un trabajador alienado, invisibilizado, los nadies o sin-nombres de los que hablara Galeano. Los que no son sino cifras. Se convierten en un mismo y único ser humano, medio desquiciado, como una puerta sacada de su quicio, que chirrea, se arrastra y rasguña el piso, que hace saltar por los aires los goznes de la estabilidad. Esos nadies pierden los estribos, muerden, escupen, maldicen y salen a la calle con ganas de quemarlo todo al son de una música que suena diabólica en su arquetípica festividad: qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noche. Esa noche fue la del estallido. Y ardió la ciudad bajo la mirada imperturbable de la estatua ecuestre de un general defenestrado de su sitial de autoridad simbólica. El pueblo enfurecido entonces es el diablo. Pero como sabemos, el diablo es un espejo de dos caras, es un ángel caído. Porque el diablo es también y mucho antes, el explotador y el policía represor, y en ese explotador se origina la violencia, y en ese represor sanguinario se consuma toda la injusticia. El diablo es entonces el patrón que ante la trabajadora que reclama un sueldo, se baja los pantalones para ofrecer como condición, su miembro repugnante, pornográfico en su exposición de poderío dominador.

Proyecto Diablo, la obra escrita por Marcelo Leonart, se presenta hasta el 12 de noviembre en Teatro del Puente

Pero quizás estamos equivocados. Quizás en realidad no hay nada de esto, las cosas no fueron así, y toda esta épica, este relato de pobres buenos y ricos malos es una trampa mañosa, y el estallido no fue sino una simple explosión de delincuencia como cuando en un clásico futbolístico las barras bravas destruyen el vecindario del estadio del equipo enemigo. ¿Cuál fue la realidad? ¿Puede hoy mirarse lo que sucedió y desconocerse el color que tuvo esa jornada interminable? ¿Usted estuvo ahí, lo vivió y lo sintió, o no?

Esa es la piedra en el zapato que nos incomoda, y desde ahí este monólogo nos interpela como espectadores. Señora, señor, usted fue a la plaza, antes de la pandemia, ¿o no? ¿Sabe de qué estamos hablando? Hubo hasta hace muy poco una exposición en el GAM que nos lo recordaba (Palimpsesto se llamó, del fotógrafo Alexis Díaz). No fue un sueño o una pesadilla. La protesta mezclada con la delincuencia y la fiesta. El pueblo endiablado. Como las diabladas nortinas. Todo aquello que la pandemia clausuró, acuérdese, había pasado un verano sin Festival de Viña, en marzo el día 8 fue la marcha más grande jamás habida, de las históricas, y se sabía que iba a volver a arder todo. Esa locura desatada que hizo que fuésemos testigos -todos lo fuimos- de un delirio en que personajes como la tía Pikachu o el Sensual Hombre Araña conformasen junto a los encapuchados una misma expresión de heroísmo popular. La Primera Línea, esa especie de caballería de vanguardia, con jóvenes prófugos del Sename que no tenían nada que perder porque su vida era ya solo miseria, y lo sigue siendo. Todos fuimos testigos de eso. Nadie puede -como muchos dicen respecto de la dictadura- decir que no supo nada.

Por eso la pregunta ¿qué chucha nos pasó? en la obra, hoy, a tres años de aquel momento, cobra otro trágico sentido. La obra, en su contexto de producción y estreno, plantea esa interrogante para hacernos reflexionar en torno a la violencia, a cómo fue posible que entrásemos colectivamente en ese modo diablo. Qué pasó para que se diera esa operación de ser un único cuerpo colectivo, un cuerpo con millones de brazos y cabezas y ojos que quedarían ciegos. El protagonista nos interpela, insisto: ¿usted fue, vivió eso? ¿o tuvo miedo?

Y hoy, ver esta obra, es descorazonador. Porque la respuesta estuvo el 4 de septiembre en la boca, en las manos y en las urnas de ese mismo pueblo. Y sí. Tuvimos miedo. Un miedo espantoso de ser otro país, sin tanta injusticia. Tuvimos miedo de validar nuestros nombres, de dejar de ser cifras, de tener rostro. Tuvimos miedo de esa violencia llamada dignidad. Entonces la pregunta hoy es qué chucha nos pasó para que ese diablo, ese pueblo hecho un solo personaje esquizoide, que ríe y llora en una misma transpiración constante, cambiándose de ropa para vestirse igual, terminase como terminó: vendido. Así como terminamos. Del pueblo unido a la Lista del Pueblo preferimos el pueblito llamado Las Condes. La postal. La impoluta estampa del general a caballo. Lo único que falta es que lo vuelvan a poner en su sitio.

El Teatro del Puente fue testigo de todo eso. Ubicado a metros de la plaza de la estatua imaginaria, recibió a los heridos de esa batalla que duró 5 meses de octubre 2019 a marzo 2020. Ir a ver esta obra, y recorrer antes del ingreso a la sala la exposición fotográfica “Teatro en resistencia”, que muestra justamente una de las tantas jornadas de protesta que antes del estallido lo prefiguraron (específicamente la protagonizada por estudiantes de teatro de distintas escuelas, realizada en el año 2008 en el contexto de las movilizaciones estudiantiles de la llamada Revolución Pingüina), sirve como ejercicio de memoria, precisamente porque parece tan urgente como necesario responder a la pregunta de qué nos pasó. Para no olvidar, para no creer que fue un sueño o una pesadilla. El caballo de Baquedano no está, la estación de metro se convirtió en un memorial. No puede no haber ocurrido, no nos pueden decir que no fue así como lo vimos y vivimos. Este tipo de iniciativas, de proyectos, debiesen tener auspicio de alguna entidad de lucha contra el Alzheimer.

Hay que ver esta obra, antes de que sea sólo recuerdo y registro, aunque el resultado de ir a verla sea un nudo en la garganta, una opresión en el pecho, aunque sea descorazonador y terminemos como en el poema de Redolés, aceptando que son demasiados al lado nuestro, en la micro o en el metro, tomados del mismo pasamanos, los que vendieron su alma y conciencia al Diablo a cambio de un microondas.

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