Desigualdad y Precariedad, dos caras de la misma moneda

Desigualdad y Precariedad, dos caras de la misma moneda

Por: Nurjk Agloni | 29.10.2019
La experiencia de la precariedad es extendida y aun más marcada en las generaciones más jóvenes que se incorporan recientemente al mercado laboral (agravada aun más por la disponibilidad de empleos esporádicos articulados en base a plataformas digitales). No es sorprendente entonces que la gente clame por dejar atrás un sistema donde el Estado ha tenido un rol subsidiario y extremadamente focalizado en los más pobres y pase a desempeñar un papel asegurador de garantías sociales basicas, que le den algo de paz a familias trabajadoras que aun con el fruto de su trabajo no logran sobreponerse a una posición altamente vulnerable.

La desigualdad debe ser el termino más usado por estos días; lo enarbolan los manifestantes en sus demandas, los analistas la exponen como la clave interpretativa de este conflicto, (algunos) políticos lo pronuncian con vehemencia en sus discursos, pidiendo perdón por no haber sabido dar respuesta a los clamores populares que por años se han manifestado en la calle y por otros medios.

Sin duda el alarmante nivel de desigualdad en Chile ha sido uno de los principales detonantes tanto de esta crisis como de los movimientos sociales de años anteriores, que no pueden analizarse como hechos aislados sino más bien como una ola de manifestaciones que vienen desarrollándose desde mediados de los años 2000 en adelante.

Sin embargo es necesario poner en perspectiva que la desigualdad ha sido una condición constante desde la formación del Estado Moderno chileno y que, a pesar de presentar fluctuaciones, ciertamente ha estado presente durante todos los periodos de gobierno desde el retorno a la democracia (incluso mostrando un cierto descenso durante los últimos años). Podríamos decir con bastante certeza que la desigualdad ha sido un problema estructural desde el mismo origen del orden político nacional.

Es lógico preguntarse entonces, ¿por qué nos irrita tanto ahora?, ¿Por qué además hoy salen a protestar barrios que podrían ser tipificados como de clase media-alta y alta, que históricamente se han mantenido al margen de este tipo de movilizaciones? ¿Es solidaridad? En parte podríamos decir que lo es; es innegable que el nuevo brío que ha tomado la discusión acerca de la desigualdad en Chile sobretodo en la última década y la expansión de las redes sociales han diseminado problemáticas que anteriormente, en un territorio altamente segregado, nos resultaban invisibles.

Sin embargo la raíz del malestar parece ser más profunda y convocar a gran parte de la población (si es que no la mayoría) desde un sentimiento que trasciende la pura empatía. La ansias de prosperidad y paz social que se respiraban en los 90’s fueron gradualmente dando paso al hastío y a la desesperanza generalizada. Con tasas de crecimiento por sobre el 10% y la pobreza reduciéndose rápidamente desde un 40% a un 15%, la década de los 90 fue un periodo prospero en lo económico, de creciente apertura comercial pero también educacional y cultural. Un periodo donde se consolida una clase media emergente, que en su mayoría por primera vez accede a los beneficios del consumo.

El temprano énfasis que los gobiernos democráticos pusieron en la educación como la principal herramienta de movilidad social, sembraron la convicción de que si la gente seguía en la educación formal hasta completar el nivel superior podría conseguir un trabajo decente, proveer para sus familias y vivir tranquilos durante su vida laboral y luego de ella. Si en 1990 solo alrededor del 10% de las personas accedía a la educación superior, hoy ese número alcanza a cerca de la mitad de la población adulta.

A pesar del gran aumento de la cobertura en educación y del significativo gasto público destinado a esta cartera (en comparación a la inversión pública en otros sectores), no todos quienes han sido educados tienen asegurado el futuro. Si bien la mayoría de los chilenos ha experimentado algún grado de movilidad social ascendente, el tiempo ha probado que no todos “los cartones” valían lo mismo ni aseguraban iguales condiciones e incluso que la movilidad en base a la educación tiene un techo en un sistema donde el privilegio viene altamente determinado desde la cuna.

Menos de la mitad de los chilenos en edad de trabajar cuentan con un contrato indefinido de trabajo, esto es problemático en la medida que trabajadores bajo otras modalidades contractuales (o sin contrato en lo absoluto) ganan menos que sus colegas, aportan irregularmente (o de plano no aportan) al sistema de seguridad social, experimentan mayor rotación laboral y en consecuencia periodos extendidos sin ingresos de ningún tipo. Es esta población también la que queda totalmente excluida de cualquier beneficio del Estado por no entrar dentro de la tipificación de la pobreza. Podemos concluir entonces que la mayor parte de la población adulta chilena (y por ende sus dependientes) se encuentra expuesta constantemente a la incertidumbre e inestabilidad, conllevando graves consecuencias económicas que repercuten directamente en todos los ámbitos de su vida personal y familiar (no son sorprendentes en este contexto las altas cifras de depresión y enfermedades mentales entre los chilenos).

La experiencia de la precariedad es extendida y aun más marcada en las generaciones más jóvenes que se incorporan recientemente al mercado laboral (agravada aun más por la disponibilidad de empleos esporádicos articulados en base a plataformas digitales). No es sorprendente entonces que la gente clame por dejar atrás un sistema donde el Estado ha tenido un rol subsidiario y extremadamente focalizado en los más pobres y pase a desempeñar un papel asegurador de garantías sociales basicas, que le den algo de paz a familias trabajadoras que aun con el fruto de su trabajo no logran sobreponerse a una posición altamente vulnerable.

Sin duda la solución no es simple; la creciente presión por extender el rol del Estado se ve limitada por la misma informalidad del sistema de trabajo que limita el ahorro particular y fiscal para fines de seguridad social, sumado además a significativas cifras de evasión y elusión tributaria por parte de particulares y empresas, corrupción y malas prácticas que dejan aún más en evidencia la desprotección de algunos frente al privilegio de otros. Todo esto en el contexto de una economía deprimida altamente dependiente de un único recurso exportador.

El tan citado Nuevo Pacto tendrá que pasar primero que nada por “limpiar la casa”, reconociendo y suprimiendo este tipo de ilegalidades y abusos, redistribuyendo justamente no solamente el ingreso sino también el riesgo entre el Estado, el sistema económico y las personas.