El ideario de Salvador Allende permanece vigente
Este recién pasado 4 de septiembre se conmemoraron 53 años desde que el candidato socialista, Dr. Salvador Allende, venciera las elecciones presidenciales en Chile, liderando una coalición de partidos y movimientos de izquierda y centro izquierda denominada Unidad Popular. El triunfo de Allende fue apretado –obtuvo solamente o 36,2% de los votos válidos– y representó la cuarta tentativa de elegirse presidente (antes lo había hecho en 1952, 1958 y 1964).
Allende venció las elecciones con un programa de gobierno que incluía transformaciones importantes en la estructura económica, política y social en un marco de respeto a las instituciones democráticas vigentes en el país, sin apelar a la violencia revolucionaria (vía armada) y sin rupturas dramáticas de la convivencia nacional. Este proyecto de transformación de la sociedad por un camino legal-institucional y democrático llegó a ser conocido como la “vía chilena al socialismo.”
La ratificación de Allende como presidente en el Congreso Nacional tampoco estuvo libre de conflictos y tensiones. Pocos días antes de la votación en el parlamento, el Comandante en Jefe del Ejército, General René Schneider, fue asesinado por un grupo de civiles y ex-militares de ultra-derecha, como una forma de presionar a los parlamentarios de la Democracia Cristiana para dar su apoyo en el Congreso Pleno al candidato que consiguió la segunda mayoría, Jorge Alessandri, representante de la derecha tradicional y que había obtenido el 34,9% de los sufragios.
El proceso de cambios emprendido por Allende y los partidos de la Unidad Popular fue, como es ampliamente conocido, interrumpido abrupta y dramáticamente después de casi 1000 días de gobierno, en el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Por lo tanto, falta poco para que se cumplan cinco décadas de esa cruenta jornada. Cuando afirmamos que esa jornada fue cruenta, no nos referimos a una entelequia, pues durante el mismo día del Golpe, varios partidarios del gobierno que defendían el Palacio presidencial La Moneda murieron en combate y el propio presidente Allende inmoló su vida cuando los militares golpistas irrumpieron en su despacho.
La represión y el revanchismo sangriento desatado después de ese día fueron de una ferocidad inusitada en la historia política chilena y dejó una secuela de ejecutados, detenidos desaparecidos, torturados, prisioneros en campos de concentración, exilados y desterrados que aún hoy ronda como una sombra tenebrosa sobre la memoria de millones de chilenos.
Por otra parte, el propio proyecto socialista iniciado por el gobierno da Unidad Popular es un tema que sigue dividiendo a gran parte del país, principalmente entre aquellos que vivieron esa experiencia pionera. La historiografía se interroga hasta nuestros días con respecto a las condiciones que hubieran hecho posible -o no- la continuidad del gobierno popular. Una tesis postula que dicha permanencia se habría consolidado a través de una gran coalición entre la izquierda y los representantes progresistas del centro, conformando aquello que, a partir de la tragedia chilena, Enrico Berlinguer llegó a teorizar como la necesaria construcción de un “bloque histórico”.
Es decir, la formación de una amplia alianza entre el conjunto de fuerzas que impulsaban las transformaciones requeridas para obtener una mayor justicia social. Este pacto se produciría –de acuerdo con Berlinguer- por medio de un compromiso histórico, en el cual se preparase el tejido unitario de la gran mayoría del pueblo en torno a un programa de lucha por el saneamiento y la renovación democrática de toda la sociedad y también del Estado.
Las contradicciones al interior de la vía chilena
Antes de universalizarse la propuesta del compromiso histórico, la implantación de la “vía chilena” fue siendo diseñada y alimentada por diversas lecturas con relación al curso que debía tomar la revolución chilena, un camino que era inédito, con características nacionales y, tal como el propio Allende afirmaba, una revolución “con sabor a empanada y vino tinto”. Entretanto, existía una contradicción fundamental entre los diversos actores políticos que le daban sustento al proyecto de la Unidad Popular. El principal embate entre estas concepciones polares se encontraba entre aquellos sectores que tenían una plataforma de inspiración republicana e iluminista del proceso de transformaciones, subordinando a un segundo plano el ideario revolucionario marxista-leninista.
Dichos segmentos consideraban que era necesario mantener las garantías democráticas y respetar las instituciones de la república, negociando y ejecutando paulatinamente las primeras cuarenta medidas y otras reformas que constaban en el programa de la coalición de izquierda. Para ello, se consideraba fundamental planificar correctamente la aplicación de cada medida del programa, lo que requería de equipos muy competentes y preparados técnicamente para efectuar esas funciones.
Por otro lado, se situaban aquellos grupos que visualizaban con pesimismo la realización de las transformaciones socialistas en el marco de la “institucionalidad burguesa” y reprochaban el modelo instaurado como siendo el de una revolución burocrática, “desde arriba”, sin poder popular efectivo. Para estas agrupaciones y movimientos, lo fundamental era avanzar sin negociar (“avanzar sin transar”) con las entidades representativas de la clase dominante -enquistadas en el parlamento, en el poder judicial, en las empresas y en los gremios profesionales-, para formas concretas de propiedad social radicalizando y acelerando la expropiación de industrias, haciendas y otras formas de propiedad privada existentes en el país.
Al contrario de lo que pretendía Allende y su gobierno, lo que se observaba en el fragor de la lucha cotidiana por el socialismo, era que las directrices del gobierno y la intención de conducir los cambios en forma paulatina y progresiva fueron totalmente sobrepasadas por la acción directa de los trabajadores más radicalizados y sus sindicatos, de campesinos y obreros rurales, de estudiantes, de pobladores, de las comunidades originarias.
Cuestionando frontalmente el apego de Allende -y de parte de sus aliados- a los principios democráticos, esta vertiente revolucionaria postulaba que la democracia poseía un valor estrictamente táctico e instrumental, que solo era la base necesaria para instaurar la lucha por el socialismo. De acuerdo a esta visión, la democracia política, a pesar de ser útil a la causa de las masas populares, no sería más útil como forma de organización social, debido a su propia naturaleza de clase, como modalidad de dominación de la burguesía para continuar obteniendo las granjerías y privilegios generados por la explotación capitalista.
Esta perspectiva enfatizaba el protagonismo popular y la inevitabilidad del enfrentamiento con las facciones reaccionarias, razón por la cual los embates con estos elementos “contra-revolucionarios” eran ineludibles y hasta deseables para permitir que Chile enrumbara consistentemente hacia el socialismo: la revolución tenía que ser realizada por el pueblo, “desde abajo”.
El desenlace trágico de una experiencia socialista inédita
La experiencia chilena ha continuado durante muchos años suscitando innumerables debates sobre cuáles eran los caminos probablemente más pertinentes para conquistar el socialismo en Chile. Con la derrota del gobierno popular por medio de un golpe, la tesis de que Allende fue sumamente ingenuo al confiar en los militares ganó mucho aliento y fue predominante entre gran parte de la izquierda.
Esta interpretación fortaleció la idea de que el gobierno tenía que armar al conjunto de la población para resistir a la agresión militar. No obstante, con el paso del tiempo fue ganando un lugar más destacado aquella interpretación que insistía en la importancia de la conformación de un bloque o alianza histórica entre todos los sectores políticos empeñados en realizar cambios en las estructuras económicas, políticas y sociales imperantes en el país, utilizando para ello los instrumentos y las medidas que eran permitidos en el marco de acuerdos que aseguraran una convivencia democrática.
Independiente del dramatismo de las circunstancias en las cuales fue derrocado el gobierno de Allende, su gesto de morir en el Palacio presidencial, remarca su férrea convicción de concluir el mandato para el que fue electo, en el sitio que simbolizaba el centro del poder político, un espacio que representaba la síntesis de los valores democráticos y republicanos abrigados durante tantos años en la historia política chilena. Allende tenía claro que su gestión concluía en noviembre de 1976 y aun cuando seis años de gobierno parecían pocos para la magnitud de la obra a ser erigida, el presidente confiaba en el entusiasmo del conjunto de las fuerzas progresistas que le permitirían extender por más años dichas transformaciones.
Trágicamente, el proyecto allendista no logró ser comprendido cabalmente por los mismos partidos que formaban la Unidad Popular y la “soledad intelectual” de Allende fue siendo cada vez más patente en un escenario donde la polarización de la sociedad era vertiginosa y su final macabro se anunciaba como el epilogo inevitable de un país dividido por el odio y la intolerancia. Este será en parte el drama de la experiencia chilena, el distanciamiento in crescendo entre las visiones y las estrategias políticas contrapuestas, en que la capacidad de Allende para arbitrar estas disputas fue disminuyendo progresivamente, quedando paulatinamente más aislado en su ideario de construir un socialismo por la vía democrática.
Ahora, cuando recordamos con tristeza y recogimiento los 50 años de esa fatídica jornada en que se fulminó ese sueño original, abortado en la ferocidad de las armas y el crimen, reivindicamos el pensamiento de Allende y su camino al socialismo por vía democrática. Así, resurge con todo su vigor en los tiempos actuales, un socialismo que buscaba ser construido a través de un gran pacto social y político. Con todos sus conflictos y contradicciones, el proyecto de transformaciones enarbolado por el Presidente Allende y los partidos de la Unidad Popular continúa absolutamente vigente. Los anhelos de democracia plena, equidad y justicia social siguen siendo promesas pendientes en la sociedad chilena.
Por eso mismo, dicho ideario se constituye en un gran legado para las futuras generaciones. Lo anterior significa precisamente pensar que socialismo y democracia no solamente son posibles y deseables, sino que además ambas dimensiones son recíprocamente imprescindibles. Y no lo son en un sentido meramente retórico, lo son sobre todo en una praxis política de un modo dialécticamente nuevo de concebir esa relación. Tal como ha sido definido en la síntesis perfecta de Carlos Nelson Coutinho: “Sin democracia no hay socialismo y sin socialismo no hay democracia”.