En este 8 de marzo, abajo el capitalismo

En este 8 de marzo, abajo el capitalismo

Por: María José Azócar | 06.03.2022
Mientras la clase trabajadora experimentó todo este dolor, el 1% más rico, antes y durante la pandemia, ha seguido aumentando su riqueza a partir de la apropiación de salarios y pensiones, y el endeudamiento de la mayoría. Sin políticas públicas que transformen la relación de desigualdad entre el 1% más rico y la clase trabajadora, en el futuro a las personas no les quedará más que seguir insertándose en empleos informales, de baja calidad y viéndose forzadas a endeudarse para pagar deudas. Situación que adquirirá formas específicas de violencia contra las mujeres, madres a cargo de hogares monomarentales, mujeres de 60 años y más, y otros grupos marginalizados de la población.

Los movimientos feministas en Chile son variados entre sí. A propósito de esta variedad, planteamos dos puntos importantes de tener en cuenta para quienes estamos interesadas en tener una conversación feminista anti-capitalista este 8 de marzo.

Primero, hay versiones del feminismo que lo reducen a un mero asunto de empoderamiento personal. Bajo esta perspectiva, el capitalismo se celebra como un sistema que ha dado la oportunidad a las mujeres para participar en el mercado laboral y con ello ganar independencia personal. Sin embargo, como lo han documentado décadas de investigación feminista, los efectos del capitalismo son siempre contradictorios y el desafío está en entender cómo las jerarquías sociales operan combinadamente para sostener esas contradicciones.

Por ejemplo, en los años 80, compañías exportadoras en Chile contrataron a muchas mujeres en sus empresas de packing. Si bien estos empleos fueron (y siguen siendo) altamente precarizados, las trabajadoras ganaron cierta independencia económica y accedieron a bienes que les permitieron contribuir al bienestar de sus familias y barrios. Al mismo tiempo, las mujeres trabajadoras se vieron expuestas a nuevas formas de violencia, como el acoso laboral y sexual de sus supervisores. La conclusión que se deriva de esto no es que el capitalismo es bueno para las mujeres o que las mujeres son siempre unas pobres víctimas pasivas del patriarcado. El punto está en mostrar cómo el capitalismo se interrelaciona con el patriarcado: el primero usa las jerarquías de género para precarizar aún más a sectores de la clase trabajadora con bajos sueldos y empleos de mala calidad; el patriarcado, por su parte, toma ventaja de los nuevos negocios capitalistas para violentar a los cuerpos feminizados y ponerlos en su lugar. Capitalismo y patriarcado, entonces, se dan fuerza mutua, se co-construyen.

Un segundo problema es que hay versiones del feminismo que toman nota de la diversidad de experiencias de las mujeres para luego renunciar a una crítica estructural al capitalismo. Desde esta perspectiva, se reconoce que las dinámicas opresoras del patriarcado no funcionan para todas las mujeres por igual (dependen de la clase, edad, raza, sexualidad, estatus migratorio, etc.). El problema es que algunos feminismos, en vez de usar esta mirada compleja de la realidad social para entender cómo funcionan las relaciones de explotación, terminan armando un ránking de opresiones entre mujeres.

Un ejemplo de esto último es cuando los gobiernos quedan satisfechos con diseñar políticas públicas para entregar bonos a mujeres empresarias de regiones o bonos por hije a mujeres mayores de 60 años. La lógica detrás de estos programas “con sensibilidad de género” es que una mujer en el extremo sur está más oprimida que una mujer santiaguina o que una mujer madre de 60 años está más oprimida que una mujer no-madre de esa edad. El gran peligro de estos ránkings de opresiones es que, por una parte, terminan reproduciendo una lógica de competencia capitalista, pues se espera que grupos desventajados compitan entre ellos por recursos escasos. Por otra parte, los ránkings de opresiones refuerzan una conceptualización escalatoria de las clases sociales (un grupo tiene más que el otro) en vez de comprender a las clases sociales como una relación (un grupo existe con relación a otro). En otras palabras, unos pocos en Chile (en su mayoría hombres hetero-cisgénero) han acumulado riqueza sobre las espaldas de la clase trabajadora y este proceso de acumulación ha tomado formas específicas de violencia para el caso de las mujeres (madres y no-madres) y otros segmentos de la población que no han tenido acceso a sus mismos recursos, oportunidades y privilegios.

Teniendo las alertas de estas dos formas de cooptación del feminismo (reducirlo a un asunto de empoderamiento personal y de ránking de opresiones entre mujeres), a continuación, proponemos una reflexión que pone al centro las desigualdades de clase para entender cómo el impacto de la pandemia tomó formas específicas de violencia sobre algunas mujeres trabajadoras.

Empobrecimiento de una clase trabajadora ya precarizada

Según datos de la Encuesta CASEN, la pandemia golpeó duramente a la clase trabajadora en Chile. Si en el año 2017 la pobreza medida por ingresos laborales y pensiones contributivas llegaba a 29,4%; al año 2020 llegó al 39,9% (Fundación SOL, 2021). Recordemos que en nuestro país la mayoría de la población está endeudada, tiene bajos salarios y empleos precarios. En este crudo contexto, los niveles de pobreza fueron mucho más marcados para las mujeres, ya que, en su caso, la pobreza fue de un 42,2% en el año 2020 y, para el caso de los hogares monomarentales (hogares donde sólo vive la madre con sus hijos, hijas e hijes; y un hogar monoparental es un hogar donde vive el padre con sus hijes, hijas e hijos), la pobreza fue de un 55,8% (versus un 34,1% de pobreza para el caso de los hogares monoparentales).

Otra forma de ver cómo golpeó la pandemia en los sectores más precarizados de una clase trabajadora ya precarizada es examinando la situación de las personas en edad de jubilar. La tasa de ocupación de este grupo venía sostenidamente al alza desde mucho antes de la pandemia. No podía ser de otra forma en un país que entrega pensiones bajo el salario mínimo. Entre los años 2019 y 2020 la tasa de ocupación de las personas en edad de jubilar se redujo en 8,6 puntos porcentuales, recuperándose en sólo 2,1 puntos porcentuales el año 2021 (mientras que la recuperación promedio nacional fue de 4,3 puntos). Dentro de los empleos recuperados, las mujeres de 60 años y más tienen cifras más altas de recuperación de empleos informales (un 62% de las mujeres de 60 años y más se emplearon en trabajos informales el año 2021), es decir, recuperaron empleos que en su mayoría son de bajos salarios y sin un piso mínimo de seguridad social.

Mientras la clase trabajadora experimentó todo este dolor, el 1% más rico, antes y durante la pandemia, ha seguido aumentando su riqueza a partir de la apropiación de salarios y pensiones, y el endeudamiento de la mayoría. Sin políticas públicas que transformen la relación de desigualdad entre el 1% más rico y la clase trabajadora, en el futuro a las personas no les quedará más que seguir insertándose en empleos informales, de baja calidad y viéndose forzadas a endeudarse para pagar deudas. Situación que, como hemos visto, adquirirá formas específicas de violencia contra las mujeres, madres a cargo de hogares monomarentales, mujeres de 60 años y más, y otros grupos marginalizados de la población.

Para la conmemoración de este 8 de marzo 2022, proponemos que un paso inexcusable para hacer realidad un futuro feminista es terminar con la explotación de unos pocos sobre la mayoría. La clase trabajadora, en su conjunto, debe contar con salarios mínimos dignos, empleos de calidad con seguridad social y con garantías de derechos como la huelga, sindicalización y negociación colectiva. Sólo así será posible transformar las combinadas jerarquías de poder que hacen al capitalismo un sistema explotador y opresivo contra grupos sociales históricamente precarizados, como, por ejemplo, las mujeres.