La monstruosidad y Pinochet

La monstruosidad y Pinochet

Por: Mauro Basaure | 24.05.2018
Pinochetistas se mostraron conformes con la curatoría original de la muestra y, de cara a su reapertura, esperan (están expectantes) que se reinaugure sin cambios. Anti-pinochetistas, en su mayoría, cuestionaron aspectos técnicos de la curatoría y esperan que, en su reapertura, se hagan cambios orientados a evitar que Pinochet sea puesto en abierta equivalencia con Mistral, Caffarena o Allende, entre otros.

La clausura de la muestra “Hijos de la Libertad” produjo uno de los hechos políticos e intelectuales más paradojales conocidos en la historia reciente: pinochetistas y anti-pinochetistas acusaban por igual -aunque bajo fundamentos distintos- que dicha clausura era una censura inaceptable. Los primeros porque la muestra reivindicaba la figura del general, tal y como ellos la conciben (un liberador del yugo marxista); los segundos (expresando bien el carácter normativo de la diferenciación de las sociedades modernas) porque veían en ello un acto político administrativo ignorante que se entrometía ilegítimamente en el ámbito de la cultura. Pinochetistas se mostraron conformes con la curatoría original de la muestra y, de cara a su reapertura, esperan (están expectantes) que se reinaugure sin cambios. Anti-pinochetistas, en su mayoría, cuestionaron aspectos técnicos de la curatoría y esperan que, en su reapertura, se hagan cambios orientados a evitar que Pinochet sea puesto en abierta equivalencia con Mistral, Caffarena o Allende, entre otros.

Lo anterior anticipa que -cualquiera que sea la decisión del Museo Histórico Nacional de cara a la mentada reinauguración- alguna de las partes (pinochetistas o anti-pinochetistas) quedará completa y necesariamente disconforme. Ese museo está condenado a no ser el museo de todos los chilenos, pues en un Chile dividido por su memoria no hay otra alternativa. El argumento de parlamentarios de la UDI para exigir la salida del director del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (decir que debe ser reemplazado por alguien imparcial, un técnico), es no saber dónde están parados.

Dentro de este cuadro, sin embargo, llama la atención una posición desviada del resto: la de anti-pinochetistas que consideran (como lo hacen los pinochetistas) que la exposición no debiese cambiar en absoluto. La defensa más sofisticada de esta posición opera bajo una dicotomía. Por un lado, está el apego irrestricto a la realidad y a la verdad pura y dura. Dicha exposición sería una expresión de ello, pues mira a los hechos tal cual fueron y humaniza la figura de Pinochet: nos guste o no, se dice ahí, Pinochet no encarnó principios malignos (como ocurre en los dibujos animados), sino que justificó el golpe y la dictadura recurriendo a una versión de los ideales libertarios y democráticos; versión que llegó a compartir con un poco menos de la mitad del electorado.

Por incómodo que sea, enfrentar esta verdad, llamarla por su nombre, sería una muestra de madurez democrática. Por el otro lado, están los que se niegan a madurar. Quienes se oponen a la muestra repetirían un disciplinamiento liberal, consistente en reducir a Pinochet y su gobierno a una simple monstruosidad que interrumpió -de manera singular y extraordinaria- la continua historia democrática de Chile. Los críticos de la muestra son un síntoma de una patología antigua de la memoria política de Chile, que extirpa -como objetos extraños a la vida nacional- los hechos de violencia y autoritarismo (presentes a lo largo de toda nuestra historia patria), evitando con ello enfrentarlos y explicarlos.

Los problemas de esta perspectiva (anti-pinochetista pero coincidente con el pinochetismo en las dos coordenadas básicas en juego: defender a la muestra no solo contra la censura sino también contra toda transformación curatorial) se hacen evidentes al concentrarse en la pregunta por la monstruosidad de Pinochet.

Lo monstruoso tiene al menos dos sentidos: anomalía o anormalidad excepcional, de una parte, y crueldad y perversidad causante de gran daño físico y moral, de la otra. ¿Reúne Pinochet ambos sentidos? No. Solo el segundo de ellos es cierto: es porque Pinochet fue un monstruo genocida, que no es tan simple ser a-crítico con la curatoria de la muestra. La mentada perspectiva es (increíblemente) ciega frente a este segundo sentido de la monstruosidad; lo es pues se concentra únicamente en criticar el error de reducir a Pinochet al monstruo-anómalo y extraordinario a la historia de Chile (primer sentido). Seducida por el afán de esta crítica, ciertamente correcta, termina inadvertidamente por hermanarse con el pinochetismo y el negacionsimo.

Por desatinada que termine siendo, esa crítica es, en principio, correcta. La vocación patologizante de la mentada perspectiva contrasta con la influencia foucaultiana que ella deja traslucir. Foucault identifica la práctica clásica de la razón ilustrada de producir monstruos; práctica que habla menos de estos que del afán de domesticación, conformismo y aseguramiento de la sociedad que los produce. El monstruo (a diferencia del individuo a corregir) es la excepción por definición que está ahí para confirmar y reafirmar el orden. Se reduce a Pinochet y a su régimen a excepcionalidad monstruosa (primer sentido) para seguir contando el mito de una sociedad profundamente democrática, ajena, en principio, a la violencia y el autoritarismo.

Esta denuncia es correcta, pero resulta abiertamente negacionista dejar de lado que Pinochet fue un monstruo en el sentido de la crueldad descomunal de sus actos. Pinochet es y no es un monstruo. Es eso lo que hay que aprender a conjugar. Para hacerlo la mejor ayuda la siguen prestando los intelectuales que han pensando el holocausto bajo la imagen de la banalidad del mal (Arendt o Todorov, entre otros): actos monstruosos (segundo sentido de la monstruosidad) pueden provenir de seres del montón, sin nada excepcional, comunes y corrientes, anclados a los mismos ideales modernos que el resto de los mortales (negación de la monstruosidad en el primer sentido). ¿Qué es lo monstruoso en Pinochet? No es su persona ni la de sus perpetradores, ni la de sus partidarios, sino el propio hecho de que haya recurrido a los principios de la libertad y los derechos humanos para cometer actos objetivamente monstruosos. Es esa normalidad (esa no monstruosidad) lo que constituye su monstruosidad.

Solo sabiendo esto se entiende que la tarea es doble: de una parte, comprender radicalmente su figura y al actual pinochetismo sin reducirlo a la rareza y la excepción y, de la otra, limitar sin ambivalencias sus formas de representación histórica a la figura del horror; ello incluso jurídicamente en el marco de los límites a la libertad de expresión. Son dos cosas distintas y que deben ir juntas. Confundirlas o decir que se excluyen es hoy un error inexcusable.