Buenos días Su Señoría, mandandirun dirundán: tutear o no tutear, that is the question…
… A cuál de ellas quiere usted, Mandandirun dirundán
Yo quería a la más frágil, Mandandirun dirundán…
En mi juventud, cuando alguien nos insultaba, le respondíamos: “¡Chis! trátame de tú no más”…
He escuchado con frecuencia expresiones como que no debemos “decretar” negativamente; por el contrario, hay que “decretar” cosas positivas para que éstas ocurran y la vida nos sonría. Quienes sostienen aquello lo fundamentan en otra máxima, de igual frecuencia: “el discurso construye realidades”… Que las construya de la nada no lo sé, es posible; pero de que las comunica, las naturaliza, las incrusta y las perpetúa no hay duda.
Yo querría decretar algo tan particular y preciso como “Mauricio Ortega se va a secar en la cárcel”, por ejemplo. De ahí se podrían derivar decretos más generales, tales como “nunca más habrá en Chile una mujer acosada, agredida ni asesinada por el hecho de ser mujer”, u algunos aun más básicos y amplios, igualmente necesarios, como “todas las instituciones y todas las personas respetarán y defenderán los derechos humanos”, entre muchísimos otros decretos que puchas que hacen falta.
“¿Cómo ’htai, Nabila?”, fue el saludo del Fiscal del Ministerio Público (o uno de ellos) al dirigirse al testigo. Después se identificó con su nombre y, para que Nabila –el testigo- lo recordara, le dijo “tú me conoces, hemos conversado un par de veces”. El saludo del primer fiscal había sido un convencional “buenos días, Nabila”. Aunque para identificarse le dijo “te habla…”, fue tan breve que el tuteo me pasó inadvertido. Sin embargo, la extrema familiaridad del segundo fiscal me llamó la atención, por decir lo menos. Me extrañó que en una audiencia judicial, el contexto formal por antonomasia, se tuteara a un testigo. Y ni siquiera era tan joven este abogado, como para que el desatino discursivo fuera producto de la falta de experiencia. Más extrañeza me causó que, además de su curioso saludo, para interrogar al testigo en cuestión el profesional empleara, en su conjugación verbal, la forma más coloquial de la segunda persona singular que conocemos en el español de Chile: “ahí tení un vaso de agua”, “te dedicabai a vender muebles”, etc. Eso me dejó perpleja. No me cuadraba con lo que hasta ese momento conocía.
Cabe aclarar, primero, que me refiero a quien estaba en el estrado como “el” y “un” testigo, y no “la” ni “una” testigo, porque hasta ese momento mi reflexión era, podría decirse, de índole general, respecto del tipo de discurso empleado en un juicio. Era una reflexión académica de alguien cuyo quehacer no tiene que ver con el área jurídica; sino con el estudio y el uso de las lenguas.
Sin embargo, si bien el ejercicio de mi profesión no ha contemplado asistir a juicios orales, sí ha incluido lectura, análisis y traducción de actas y otros documentos legales, además de servicio de interpretación en un par de interrogatorios, en ninguno de los cuales escuché esa conjugación. Por otra parte, de todos los textos que he conocido en este registro (que no son pocos), ninguno ha sido redactado en un nivel de lengua informal, ni menos coloquial; el lenguaje jurídico es peculiar, pero lo que menos tiene es informalidad. Por cierto, se sabe que, en cualquier área, el nivel de lengua en un texto escrito es diferente del que se usa en la comunicación oral. Pero… ¿tanto así?
Al comienzo, tratando de explicarme lo inexplicable, la inocencia me llevó a plantearme que quizá Nabila y el fiscal se habrían hecho amigos durante los interrogatorios previos; pero pronto deseché esa posibilidad, ya que nadie traba una amistad en “un par de veces”, menos si ha sufrido una agresión reciente, de índole tan brutal, además. Cualquier mujer en esa situación desarrollaría al menos algún grado de cautela, me parece a mí.
Mi reflexión general, inocente, respecto del “nivel de lengua usado en el contexto judicial para el interrogatorio de testigos” llegó hasta aquí. Desde ahora, mi análisis se tornó más específico y entonces me pregunté qué pasaría si se tratara de un testigo y no de una testigo. Podría asegurar que a ningún fiscal se le ocurriría dirigirse a él en términos tales como “quiero que ehtíh tranquila”, “te quiero felicitar por la decisión que hai tomao”, o preguntarle “¿alguien te presionó (…) pa que dijerai otra cosa…?”
Resulta insólito que se adopte, en ese contexto, tal nivel de informalidad y paternalismo con la víctima de un crimen, con un testigo, o con cualquier persona. De hecho, no vi que ninguno de los abogados usara ese tono al dirigirse a su colega, menos a ningún Juez, Magistrado ni Señoría.
Sin embargo, la índole de este crimen tal vez lo explique: se trata de un feminicidio frustrado; es decir, algo equivalente a un intento de homicidio, pero cuya víctima sólo puede ser de sexo femenino. En otras palabras, quien estaba en esa sala era un hombre –el Fiscal- que hacía preguntas simplificadas a una pobrecita víctima, necesitada de su contención; con el debido respeto, mucha delicadeza y condescendencia, cual si fuera un caballero poderoso con armadura o un príncipe montado en las alturas de su corcel, que habla a la doncella que va a rescatar. Era, además, un hombre instruido, con carrera universitaria, que intentaba, mediante un lenguaje coloquial, amistoso, sencillo, cotidiano, paternal, lograr que una mujer –el ser humano frágil por excelencia, más encima doblemente vulnerable por su ceguera y su nivel sociocultural- pudiera llegar a entender sus preguntas y comentarios, además de sentirse protegida y acunada en el entorno que él iba a controlar (o eso creía).
Jamás se le ocurrió pensar que Nabila no necesitaba en absoluto a ningún príncipe azul montado en un caballo jurídico para llevar a cabo lo que ella misma decidió: buscar justicia. Tampoco, que esta doncella no precisó de caballero ni corcel alguno que tomara por ella la decisión de poner fin a una relación de maltrato que marcó la vida de sus hijos y arruinó la suya. Para todo eso, a Nabila le bastó su propia armadura: la entereza y el valor del que todos fuimos testigos durante el interrogatorio o, mejor dicho, durante la vejación continua a que la sometió la Defensoría Pública, con la venia del Juez.
De no haber sido por el detalle discursivo que he descrito, el interrogatorio del fiscal me habría parecido apropiado. No puedo opinar sobre su desempeño profesional; sin embargo, me pareció que usaba su sapiencia en pro de cumplir con el objetivo último del sistema jurídico, a saber, la justicia.
No se puede decir lo mismo del abogado de la Defensoría Pública, quien, pese a criticar con merecida ironía el tuteo del fiscal, se dedicó sistemáticamente a revictimizar a Nabila, una y otra vez. Lo hizo con gran habilidad e histrionismo, a lo largo de muchas idas y muchas vueltas; pasando de una declaración a la otra y de la otra a la una; reiteración tras reiteración; mediante revolturas de pasado y presente, presente y pasado y más pasado. Que la primera declaración a la Fiscalía; que la declaración a la psiquiatra y la psicóloga, peritos que en un momento se transformaron en psiquiatra y asistente social y luego de vuelta a psiquiatra y psicóloga; que si recuerda o no recuerda. Que la segunda declaración a la fiscalía; que si dijo esto o aquello a la asistente social que la visitó en su casa; que si recuerda o no recuerda la visita; que si fue antes o después; que si en esa fecha o en la otra, en la otra o en la una; recuerda o no recuerda. Que si su madre, que si su cuñado, que si su hijo, que si su hermana... Que si antes o después, que si recuerda o no recuerda, que si lo sabe o no lo sabe. Ello, además de citar textualmente informes de peritajes solicitados con anterioridad por la Fiscalía, lo cual no está permitido por la ley pertinente, según acotara repetidas veces el abogado del Ministerio Público. La vejatoria destreza de este abogado defensor habría confundido a cualquiera. No necesitó tratarla de tú para victimizarla de ida y victimizarla de vuelta, incluso interrogándola sobre su práctica sexual. Todo esto, con el consentimiento de Su Señoría, que después de consultar con Sus Señorías, no daba lugar a las repetidas objeciones que presentaban tanto la Fiscalía como el Sernameg y el Ministerio del Interior, en un intento inútil por proteger la integridad emocional de Nabila.
Como dato al margen, cabe recordar que el Tribunal Oral en lo Penal de Coyhaique tiene precedentes en el uso de estas estrategias: ya ha sido denunciado ante la Comisión Internacional de Derechos Humanos por un trato similar a una mujer víctima de violación, un caso que, como tantos otros de violencia hacia las mujeres, terminó en impunidad para el agresor.
Puedo entender que el abogado de la Fiscalía quizá sea un hombre sensible, capaz de empatizar y sentirse conmovido por la vida de la víctima y toda la pesadilla por la que ha debido pasar. El país entero se siente conmovido. Entiendo que haya querido poner de relieve la increíble entereza de Nabila, una mujer valerosa; tanto, que se atreve a declarar en un juicio público contra el hombre que la agredió de manera inimaginablemente brutal; que como si fuera poco, es el mismo hombre que amó, el mismo hombre que engendró a dos de sus hijos. Cómo no admirar la valentía de esa mujer, que fue capaz, incluso, de defender su vida privada frente a ese hábil abogado de la Defensoría Pública (ojalá todos los servicios públicos funcionaran con tal eficiencia), que cumple muy bien con su labor de defender a un agresor para lograr su impunidad, consecuente con el dato al margen que mencioné.
Sin embargo, sería bueno que todos comenzáramos a poner atención a los detalles discursivos, y a tomar conciencia de aquello que llevamos inscrito bajo la dermis cultural. Ya vendría siendo hora de cambiar ese discurso, si queremos deconstruir, algún día, las realidades que hemos venido construyendo durante siglos, sobre los cimientos del discurso patriarcal y con los ladrillos opresores del capitalismo, que, sin duda, el fiscal al que me refiero, como todos nosotros -quien más, quien menos-, reproduce inconscientemente.
En ese estrado vi y escuché a una mujer que intenta vivir. Vi a una mujer que, después de haber enfrentado años de agresiones de su pareja, recibió, a modo de broche de oro, tres piedras pesadas que –es lo que recuerda- le asestó en la cabeza un hombre que no es para ella un hombre cualquiera, quien se aseguró de que nunca pudiera dejar atrás esa etapa funesta de su vida. Vi en ese estrado a una mujer que estuvo casi muerta, literalmente, y que después de “revivir” supo –e intenta asumir- que no recuperará el sentido de la vista, porque, luego de dejarla inconsciente a golpes, ese mismo hombre que no es cualquiera le arrancó los globos oculares. En ese estrado de los testigos vi y escuché a una mujer que todos los días, a cada rato, debe enfrentar la humillación y la impotencia de depender de otras personas en su vida cotidiana, porque no puede siquiera tomarse una taza de café sin ayuda. Escuché el testimonio de una mujer que siente en su interior lo que para ella es el mayor dolor de todos, saber que nunca volverá a ver el rostro de sus hijos.
Vi a una mujer que llevará, cual cadena perpetua –aquella a que, irónicamente, no será condenado su agresor-, unas llaves que no abren ninguna reja. Son unas llaves de auto, que lleva ya no sólo ensartadas en los ojos; sino también incrustadas en la memoria, en las manos y en el alma. Estarán tatuadas en todos sus días y en todas sus noches; a lo largo de cualquier camino que recorra.
También vi a una mujer que, a pesar de estar devastada por la realidad que le ha construido el discurso de la cultura patriarcal, busca fuerza para decretar vida y justicia.
En ese estrado de los testigos vi a una mujer que pudo haber sido mi hija, mi hermana, mi madre, mi amiga o yo misma.