William Rees: El planeta nos obliga a cuestionar nuestra sociedad del crecimiento
A medida que aumenta la pandemia, la mayoría de las personas, inducidas por funcionarios gubernamentales y expertos políticos, perciben la amenaza únicamente en términos de salud humana y su impacto en la economía nacional. De acuerdo con la visión predominante, los medios de comunicación hegemónicos recurren casi exclusivamente a médicos y epidemiólogos y economistas para evaluar las consecuencias del brote viral.
No deja de ser cierto: la enfermedad rampante y una recesión que se avecina son preocupaciones genuinas inmediatas. La sociedad tiene que lidiar con esto.
Aun así, debemos entender y responder a una realidad más importante.
Por horrible que parezca, la pandemia del COVID-19 es un mero síntoma de una muy grave disfunción ecológica y humana. La implosión económica prevista se encuentra directamente relacionada. La realidad global es que la sociedad humana alcanzó un estado de sobrecarga.
Estamos utilizando los recursos naturales y sus servicios de soporte vital más rápido de lo que estos ecosistemas pueden regenerarse. En simple, hay demasiadas personas que consumen demasiadas cosas. Incluso en los niveles actuales de consumo promedio mundial, la población humana supera por lejos la capacidad de carga de la Tierra a largo plazo. Por ejemplo, si todos consumieran al ritmo actual de la población canadiense, necesitaríamos casi cinco planetas similares a la Tierra para soportar a la población mundial de forma indefinida. La teoría de Gaia establece que la vida continuamente crea las condiciones necesarias para la vida. Sin embargo, la humanidad se ha vuelto abusiva, destruyendo rápidamente esas condiciones.
¿Cuándo pedirán los medios a los ecologistas que expliquen lo que está pasando? Si lo hicieran, podríamos aprender lo siguiente: que la pandemia actual es una consecuencia inevitable cuando las poblaciones humanas se encuentran expandiéndose por doquier hacia los hábitats de otras especies con las que hemos tenido poco contacto previo (Homosapiens es la más invasiva de las “especies invasoras”).
Que la pandemia es el resultado del consumo ocasional de carne de animales silvestres por parte de personas desesperadamente empobrecidas, la cual transporta patógenos potencialmente peligrosos. Esa enfermedad contagiosa se propaga rápidamente debido a la densificación y la urbanización, como ocurrió en Wuhan o Nueva York, pero también debido a la grave sobrepoblación de personas vulnerables en los barrios marginales de los países en vías de desarrollo.
Que el coronavirus prospera porque tres mil millones de personas aún carecen de instalaciones básicas para lavarse las manos y más de cuatro mil millones carecen de servicios de higiene adecuados. Un ecólogo podría incluso atreverse a explicar que, incluso cuando se trata de números humanos, todo lo que sube debe bajar.
Nada de esto es visible bajo el prisma económico actual, el cual supone una economía de mercado globalizada y en perpetuo crecimiento. A pesar del mito prevaleciente: nada en la naturaleza puede crecer para siempre.
Cuando, en condiciones especialmente favorables, la población de cualquier especie aumenta, ésta siempre va a decrecer por una o más retroalimentaciones negativas: enfermedad, hábitat inadecuado, auto-contaminación, escasez de alimentos, escasez de recursos, conflicto por lo que queda (guerra), etc. Todas estas diversas fuerzas contrapuestas son provocadas por el exceso de población en sí mismo.
Es cierto que en ecosistemas simples algunas especies consumidoras pueden exhibir ciclos regulares de expansión descontrolada. A veces nos referimos a estos brotes como “plagas” (como enjambres de langostas o roedores).
Sin embargo, la fase de plaga dentro de un ciclo termina invariablemente en colapso a medida que la retroalimentación negativa vuelve a imponerse.
¿En conclusión? No hay excepciones a la primera ley de la dinámica de las pestes: La expansión sin restricciones de la población de cualquier especie destruye invariablemente las condiciones que permitieron su expansión, lo que provoca inevitablemente su colapso.
He aquí lo importante. El homosapiens ha experimentado recientemente una verdadera explosión demográfica. Tomó toda la historia de la evolución humana, al menos 200.000 años, para que nuestra población alcanzara sus primeros mil millones a principios del siglo XIX. Luego, en sólo 200 años (menos de una milésima parte) crecimos por sobre los siete mil millones.
Este estallido sin precedentes es atribuible al ingenio tecnológico del homosapiens, en áreas tales como la medicina moderna y el uso de combustibles fósiles. (Este último permitió el aumento continuo de la producción de alimentos y proporcionó acceso a todos los demás recursos necesarios para expandir a la sociedad humana).
El problema es que la Tierra es un planeta finito, en el cual el aumento de siete veces en el número de humanos y la multiplicación por centenares de nuestros niveles de consumo, está destruyendo sistemáticamente las perspectivas de una existencia civilizada continua. La sobre-explotación está agotando los recursos no renovables, la degradación de la tierra, la contaminación y el calentamiento global están destruyendo ecosistemas enteros. Así, las funciones biofísicas para nuestra supervivencia están comenzando a fallar.
Con el aumento de la escasez real, el aumento en los costos de extracción y la creciente demanda humana, los precios de los recursos metálicos y minerales no renovables han aumentado durante 20 años (desde mínimos históricos de principios de siglo). Mientras tanto, el petróleo pudo haber alcanzado su punto máximo en 2018, señalando la implosión pendiente de la industria petrolera (estimulada por la caída de la demanda y los precios resultantes de la recesión de COVID-19).
Todos estos son signos repetitivos de retroalimentación negativa. El incremento explosivo del consumo humano comienza a asimilarse a la fase de plaga dentro de lo que podría ser un ciclo único de población humana. Si no logramos contraerlo de manera controlada, el colapso caótico es inevitable.
Esto nos trae de vuelta a un enfoque limitado por el COVID-19 y la economía.
Escuchemos las noticias, a los políticos y los expertos en este momento de crisis. No escucharemos prácticamente ninguna referencia al cambio climático (¿recuerdan el cambio climático?), los incendios forestales, la pérdida de la biodiversidad, la contaminación de los océanos, el aumento del nivel del mar, la deforestación tropical, la degradación del suelo o la expansión humana sobre tierras silvestres.
Tampoco hay indicio alguno de que se comprenda que estas tendencias están conectadas entre sí y con la pandemia.
La discusión dominante se centra obstinadamente en derrotar al COVID-19, facilitar la recuperación, restaurar el crecimiento y, por lo demás, volver a la normalidad. Después de todo, como Gregory Bateson ha escrito: “Ese es el paradigma: tratar el síntoma para hacer que el mundo sea seguro para la enfermedad”.
Detengámonos en ésto: la “Normalidad” es la enfermedad.
Pero volver a la “normalidad” garantiza una repetición del problema. Habrá otras pandemias, potencialmente peores que el COVID-19 (a menos, por supuesto, que alguna otra forma de retroalimentación negativa llegue a nosotros antes. Como se señaló, no faltan candidatos).
Consideremos la presente pandemia como una alerta amarilla de lo que la naturaleza aún puede tenernos reservado. La tierra tendrá su venganza. A menos que, para evitar la retroalimentación negativa, hagamos una pausa y nos re-enfoquemos. Esto implica sobreponernos conscientemente a la miopía natural de los humanos, pensar en las generaciones futuras y abandonar nuestra narrativa del crecimiento perpetuo.
Ha llegado el momento de reconsiderar lo que parece haberse convertido en un “experimento terminal con el industrialismo“.
Para salvarse a sí misma, la sociedad debe adoptar un paradigma ecocéntrico. Esto nos permitiría ver a la sociedad humana como un subsistema totalmente dependiente de la ecosfera. Necesitamos guiar una nueva narrativa cultural coherente a esta visión. Debemos reducir la huella ecológica humana para eliminar la sobrecarga. Debajo vemos la curva que realmente necesita aplanarse.
[caption id="attachment_362561" align="alignnone" width="800"] La otra curva: reduzcamos en un 50% nuestro consumo energético y material, como estaba implícito en los Acuerdos de París de 2015.[/caption]
Nuestro reseteo cultural no puede terminar allí. A medida que se agotan los suministros y equipos médicos, y las cadenas de suministro se reducen o rompen, las personas alrededor del mundo se están dando cuenta que los peligros asociados al entramado de naciones (n. de la t.: globalización) se hacen cada vez más insostenibles.
Habrá mucho de lo que alegrarnos si la autosuficiencia, la resiliencia y la estabilidad de la comunidad se valoran más que la interdependencia, la eficiencia y el crecimiento. La especialización, la globalización y el comercio just-in-time de productos esenciales han ido demasiado lejos.
El COVID-19 ha demostrado que la seguridad futura puede residir más en la diversidad económica local. Por ejemplo, países bajo presión pueden comenzar a acaparar productos esenciales para su uso doméstico (como si se hubieran puesto de acuerdo, el 3 de abril, Donald Trump,solicitó a 3M que suspendiera las exportaciones de respiradores faciales a Canadá y América Latina, en momentos en que son enormemente necesarias). Desde luego, necesitamos políticas permanentes para la relocalización de actividades económicas esenciales mediante un enfoque estratégico para la sustitución de importaciones.
Quizás podamos apoyarnos en lo mejor de la naturaleza humana, la cual irónicamente se ha visto vigorizada por nuestra guerra colectiva contra el COVID-19. En muchas sociedades, el miedo a la enfermedad ha sido mitigado por un revivido sentimiento de comunidad, solidaridad, compasión y ayuda mutua.
El reconocimiento de que la enfermedad golpea más fuerte a las comunidades empobrecidas, sumado a que la pandemia amenaza con ampliar la brecha de ingresos, ha renovado la necesidad de exigir el retorno a una tributación más progresiva y la implementación de un salario mínimo nacional.
Esta emergencia también vuelca su atención sobre la importancia de la economía informal de los cuidados: la crianza de los niños y el cuidado de los ancianos, ha sido una actividad mayormente voluntaria que históricamente ha subsidiado nuestra economía remunerada. ¿Qué tal si renovamos los esfuerzos públicos para la educación de niñas, salud femenina y planificación familiar? Ciertamente, las acciones individuales no son suficientes. Estamos en una crisis colectiva que exige soluciones colectivas.
Para aquellos que todavía están comprometidos con el paradigma pre-COVID-19 de “crecimiento perpetuo a través de la tecnología”, la contracción económica equivale a una catástrofe no mitigada. No podemos darles ninguna esperanza más que aceptar una nueva realidad.
Nos guste o no, hemos llegado al final de la época de crecimiento. La pandemia inducirá una recesión y posiblemente una depresión global, lo que probablemente reducirá el producto bruto mundial en un cuarto.
Hay buenas razones para pensar que no puede haber una “recuperación” a la “normalidad” pre-COVID, incluso si fuéramos lo suficientemente tontos para intentarlo. La nuestra ha sido una economía de apalancamiento de deudas. Miles de empresas marginales quedarán en bancarrota, algunas serán compradas por otras con bolsillos más profundos (concentrando aún más la riqueza) pero la mayoría desaparecerá. Millones de personas quedarán desempleadas, posiblemente empobrecidas sin un apoyo público continuo.
La industria petrolera será duramente golpeada. A los productores de arenas de alquitrán de Canadá que necesitan un precio de 40 dólares por barril para sobrevivir, se les ofrece una décima parte de eso: más bajo que el precio de una jarra de cerveza. Mientras tanto, la producción de petróleo puede haber alcanzado su punto máximo y los campos más antiguos de los que aún depende el mundo están disminuyendo a una tasa del seis por ciento anual.
Esto anuncia una crisis futura: el Potencial de Calentamiento Global (PCG) y el consumo de energía han aumentado históricamente a la par; mientras las economías industriales dependen por completo de abundante energía barata. Después de que el excedente actual por la caída en la demanda a corto plazo se agote, pasarán años (si es que alguna vez llegara a ocurrir) antes de que haya un sustituto adecuado para replicar los niveles de la actividad económica global previos a la pandemia– y no existen sustitutos “verdes” adecuados. Gran parte de la economía tendrá que reconstruirse de manera que refleje esta realidad emergente.
Y aquí radica la gran oportunidad de salvar a la sociedad global.
Los cielos despejados y las aguas más limpias deberían inspirar un ingenio esperanzador. De hecho, si deseamos prosperar en un planeta finito no tenemos más remedio que ver la pandemia de COVID-19 como un preludio, y nuestra respuesta como un ensayo general para la obra final. Recordemos, el desafío es diseñar una contracción segura, gradual y controlada del desarrollo humano. No cabe duda que tenemos la imaginación colectiva para construir un sistema de economías nacionales globalmente interconectadas pero autosuficientes que satisfagan mejor las necesidades de una familia humana más pequeña.
El objetivo final de la planificación económica en todo el mundo debe ser garantizar que la humanidad pueda prosperar indefinida y equitativamente dentro de los límites biofísicos de la naturaleza.
*Publicado originalmente en inglés por Thetyee.ca y traducido y publicado en español por revistaentorno.cl