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El suicidio en la vejez: Una herida que Chile no quiere mirar
Foto: Agencia Uno

El suicidio en la vejez: Una herida que Chile no quiere mirar

Por: Jesús Cord Millar | 28.12.2025
Las cifras de suicidio en personas mayores revelan un país que no ha sabido acompañar su propio envejecimiento. Más que un fenómeno individual, es el resultado de entornos que fallan, políticas ausentes y comunidades fracturadas.

En Chile seguimos entendiendo el envejecimiento como una tabla estadística y no como una experiencia social profundamente marcada por la calidad —o la ausencia— de los vínculos. Celebramos el aumento de la esperanza de vida, pero evitamos enfrentar el dato más crudo: las personas mayores mueren por suicidio en tasas superiores al promedio nacional, y quienes más mueren son quienes más solos están. La fragilidad no es biográfica; es estructural. No está en ellos; está en el país que los rodea. 

Los datos del Departamento de Estadísticas e Información en Salud (DEIS), actualizados al 27 de noviembre de 2025, son elocuentes. En el grupo de 60 años y más, la mortalidad específica por suicidio presenta un patrón crítico y persistente: los hombres superan ampliamente a las mujeres, con tasas que oscilan entre 19 y 25 por cada 100.000 habitantes, mientras las mujeres apenas alcanzan entre 0,2 y 4 por cada 100.000. Estamos hablando de brechas de 400% a 900%, una desigualdad de género demasiado pronunciada para atribuirle a la psicología individual o al “carácter” de la vejez masculina. 

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A ello se suma un fenómeno inquietante: entre 2023 y 2024, las tasas masculinas disminuyen en los tramos de 60–64 y 65–69 años (con reducciones estimadas de 17,8% y 9,4%, respectivamente), pero aumentan en más de 6% entre los mayores de 80 años.

Es decir, el riesgo se concentra en las edades más avanzadas, justo donde las redes familiares suelen debilitarse, el cuerpo limita la movilidad y el entorno se vuelve más hostil. En las mujeres, aunque el nivel global es bajo, destaca un incremento cercano al 190% en el tramo de 75–79 años, un salto epidemiológico que evidencia un sufrimiento invisible, acumulado y silenciado. 

Pero lo fundamental es comprender que estas cifras no se explican desde la biología ni desde diagnósticos clínicos aislados. Ningún examen, escala o curva epidemiológica puede capturar lo que significa vivir la vejez en soledad, sin redes cercanas, sin transporte accesible, sin espacios comunitarios, sin servicios oportunos y, muchas veces, sin alguien que pregunte cómo se está.

Los estudios recientes —como No son solo números (Vieira & Nanjari, 2024)— lo confirman: la soledad, el aislamiento y el debilitamiento de los vínculos son determinantes tan fuertes como cualquier condición de salud mental. Aquí emerge la reflexión crítica que Chile ha evitado por décadas: la fragilidad social no es un atributo de las personas; es un atributo del entorno

No es la persona mayor la que “falla”; fallan los barrios inaccesibles, el transporte que no llega, las veredas rotas, los programas insuficientes, las comunidades desarticuladas, las políticas públicas que nunca se implementan con fuerza suficiente. Fallan los Estados que reaccionan tarde —cuando reaccionan— frente a la pérdida de autonomía, participación y sentido de pertenencia. 

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Cuando un hombre de 82 años se quita la vida, no estamos ante una tragedia íntima solamente: estamos frente al fracaso acumulado de un país que no quiso ver su aislamiento. Cuando una mujer de 76 años muere por suicidio, la pregunta no es qué le pasó a ella, sino qué no hicimos nosotros: ¿dónde estaban sus redes? ¿Qué institución dejó de llegar? ¿Qué servicio nunca se implementó? ¿Qué territorio la expulsó en vez de sostenerla? 

Chile construyó un modelo de envejecimiento donde las personas viven más años, pero no necesariamente viven mejor. Extendimos la vida, pero no extendimos los vínculos, y ese desequilibrio se vuelve letal. La OMS lo señala con claridad: la capacidad funcional y el bienestar dependen tanto del entorno como de las condiciones individuales. Pero Chile sigue medicalizando el sufrimiento que nace del abandono estructural. 

Hoy, las cifras específicas por sexo y edad deberían interpelarnos con urgencia. Nos muestran que la vejez es un territorio donde la soledad amenaza la vida y donde los entornos —no las personas— se están volviendo frágiles

El desafío es político, comunitario y ético: construir barrios caminables, transporte digno, veredas seguras, redes vecinales activas, centros de día robustos, servicios oportunos y una política nacional contra la soledad basada en evidencia. La prescripción social desde la atención primaria —hoy marginal— debe transformarse en un estándar. 

Porque mientras sigamos atribuyendo el suicidio en la vejez a la fragilidad individual, seguiremos evadiendo la responsabilidad colectiva que nos corresponde. Cada persona mayor que muere por suicidio es la prueba dolorosa de que no estuvimos ahí, de que no escuchamos a tiempo. Esa es, quizás, la manifestación más cruda de nuestra fragilidad social: una fragilidad creada por nosotros mismos

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