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El Estado no es un gusto, ni es un lujo prescindible
Foto: Agencia Uno

El Estado no es un gusto, ni es un lujo prescindible

Por: Francisco Huenchumilla | 20.12.2025
¿Cuál es el problema, entonces? ¿Es el Estado, o es un Estado con problemas en diseño e ineficiencias? ¿Arreglamos lo que está mal, o desarmamos la casa y partimos de cero? ¿Necesitamos menos Estado, o un mejor Estado? Esa es la pregunta. ¿Y la respuesta? A mediados del siglo pasado, el humanismo cristiano nos orientó al respecto, proponiéndonos la Economía Social de Mercado: “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”. Lo demás es ideología, ya que está tan de moda hablar de ellas.

¿Es realmente conveniente reducir al Estado a su mínima expresión?

El paradigma del extremo neoliberal, de esa derecha nueva, de raigambre distinta, de apellido libertario, y que ha surgido como respuesta rápida a las crisis, a los desórdenes, a la ralentización del crecimiento económico, a las olas migratorias y –en algunas variantes contradictorias y enrevesadas, porque supuestamente el libertarismo no se mete con tus libertades personales– a la liberalización de la moral en buena parte de la sociedad, considera un pilar para el desarrollo de sus ideas la reducción del Estado a su mínima expresión.

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¿Por qué? De acuerdo con su visión, el Estado es la encarnación de varios demonios ideológicos. Para ellos, un Estado que hace algo tan natural como cobrar impuestos, es un gigante que asfixia la libre iniciativa; y que encima te roba, porque hace caridad con tu dinero y el de otros. Luego, un Estado que educa, es un Estado que adoctrina en “socialismo” o en la (inexistente) ideología de género. Para colmo, un Estado que centraliza y administra tus fondos de pensiones, te los quitará de seguro.

Pero la narrativa libertaria no resiste demasiados análisis. Para entenderlo, detengámonos sólo en una de estas ideas: la reducción de la carga tributaria como la medida definitiva para hacer despegar la economía y la creación de empleo. La experiencia internacional lo desmiente.

Reagan, en Estados Unidos, prometió que bajar los impuestos a los más ricos y a las grandes empresas reactivaría el crecimiento. El resultado fue un drástico aumento del déficit fiscal y de la deuda pública –al quedar gastos como la Defensa o el rol redistributivo del Estado desfinanciados–; recortes en programas sociales, un fuerte aumento de la desigualdad y un estancamiento de los salarios, debiendo el Gobierno echar pie atrás y volver a subir los tributos.

Lo mismo ocurrió con Donald Trump en 2017, que redujo impuestos con la promesa de más inversión y nuevos empleos. Ocurrió que las empresas utilizaron esta nueva holgura para recomprar sus acciones y subir su valor en bolsa, pero los salarios y empleos apenas crecieron, y la deuda aumentó.

También lo intentó Liz Truss en el Reino Unido. Otro rotundo fracaso.

Son pocos los ejemplos de países verdaderamente desarrollados donde el Estado es mínimo en tamaño, o más ausente en rol; y aquellos donde sí ocurre (como Suiza, Singapur o Estados Unidos) son naciones donde ya se resolvió lo básico, o bien sociedades con altos y generalizados niveles de riqueza, donde los individuos pueden ser “menos apoyados” –e incluso en esos casos, la lógica individualista también falla, y por mucho–.

Chile, al contrario, es un país en vías de desarrollo, con alta desigualdad territorial, y donde a un privado no le interesa, ni le conviene, instalar una clínica o un banco en una comuna de 5 mil habitantes. Contamos, en lugar de eso, con un sistema público de protección social que atiende a las personas menos afortunadas de la sociedad. Nuestro sistema ha avanzado, pero todavía falta mucho por mejorar. ¿Reducir el Estado después de resolver esas brechas? Puede ser. Pero hacerlo antes sería abandonar a las personas y las comunidades.

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En un país como el nuestro, la ausencia del Estado –junto a la legítima reserva que tiene el sector privado, de no estar obligado a hacer lo que no le conviene, o lo que no quiere– empeoraría el hecho de que ya existen zonas rurales sin servicios, así como la falta de vivienda, las deficiencias del transporte, e incluso problemas de seguridad desigual, según el ingreso y el domicilio de las personas.

Por otra parte, y con mínimas regulaciones, el mercado en Chile ha demostrado que tiende a concentrarse, no a competir de manera justa. En la teoría neoliberal y libertaria, el mercado asigna, distribuyendo naturalmente a cada quien de acuerdo al fruto de su trabajo. Pero en Chile los rubros se concentran en pocas empresas. Las mismas terminan por ahogar a los nuevos que desean incursionar; los grandes grupos económicos tienen facilidad para acceder a información privilegiada, y más de un sector se ha coludido de cara al consumidor. Sin Estado, consumidores y trabajadores quedan en la indefensión, y el poder del sector privado en estos sentidos no tiene contrapeso alguno.

Vale decir, además, que el desempeño del Estado en la historia de Chile ha sido destacado, aunque nos quieran vender lo contrario. A partir de la triada de gobiernos radicales y hasta los tiempos actuales –con la excepción de la dictadura, que bregó en dirección opuesta– el Estado chileno ha educado, ha cuidado la salud de las personas, ha industrializado, ha dotado al país de infraestructuras, ha sentado las bases de la previsión –hoy la fortalece– y ha contribuido, con distintas políticas redistributivas, a reducir sostenidamente la pobreza.

En fin, la paradoja es que la falta de Estado no libera a la ciudadanía. Neoliberales y libertarios olvidan, en el contexto de un país como el nuestro, que ricos y pobres llegan a viejos; que ricos y pobres se enferman; que ricos y pobres quedan sin trabajo; que ricos y pobres están afectos a catástrofes e imprevistos. Pero que sólo los primeros pueden defenderse solos.

Por último, un punto pragmático: el Estado es uno de los clientes más relevantes y estructurales para la pequeña y mediana empresa en Chile. Legítimamente alguien pudiera cuestionar aquello, pero si se quiere cambiar dicha realidad, el camino no es hacerlo mediante un shock que genere graves efectos sobre el empleo y la estabilidad de la economía.

¿Cuál es el problema, entonces? ¿Es el Estado, o es un Estado con problemas en diseño e ineficiencias? ¿Arreglamos lo que está mal, o desarmamos la casa y partimos de cero? ¿Necesitamos menos Estado, o un mejor Estado? Esa es la pregunta. ¿Y la respuesta? A mediados del siglo pasado, el humanismo cristiano nos orientó al respecto, proponiéndonos la Economía Social de Mercado: “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”.

Lo demás es ideología, ya que está tan de moda hablar de ellas.

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