El déjà vu que nadie pidió: El retorno de Krassnoff a la sombra de Kast
Hoy es el Día Internacional de los Derechos Humanos, una fecha que en Chile no moviliza grandes actos ni llena plazas. Para mucha gente -sobre todo las generaciones más jóvenes- la dictadura parece lejana, casi un contenido escolar. Sin embargo, bajo esa distancia laten cifras que siguen marcando la vida de miles de familias: 40.175 víctimas, 3.216 ejecutados o desaparecidos, y 1.469 personas cuyo paradero aún se desconoce.
Cada número es una historia detenida en el tiempo y son miles de familias que todavía guardan una silla vacía en la mesa. Hacer memoria no es vivir anclados al pasado: es permitir que quienes hoy no vivieron ese dolor puedan entender por qué algunos debates siguen siendo tan difíciles.
Y eso importa especialmente ahora, cuando en plena carrera presidencial han resurgido voces que relativizan crímenes de lesa humanidad, e incluso se abren a indultar a violadores de niños y a agentes de la dictadura condenados, como si fueran comparables. Es una señal que inquieta no por la política, sino por lo que dice de nuestra ética pública.
Ahí entra un nombre que Chile conoce demasiado bien: Miguel Krassnoff Martchenko. Brigadier del Ejército, alumno de la Escuela de las Américas, agente operativo de la DINA, jefe del grupo Halcón, pieza clave en los centros de tortura de Londres 38, Villa Grimaldi, Venda Sexy y Simón Bolívar.
La justicia lo ha condenado en más de 80 causas. Suma más de mil años de cárcel. Entre ellas, la justicia ha acreditado: Más de 80 condenas y más de 1.000 años de cárcel; secuestro calificado de 15 prisioneros en Londres 38, sustracción de dos menores de edad; desaparición de militantes del MIR y del PC en la Operación Colombo y Calle Conferencia; homicidio de Miguel Enríquez; homicidio de Fernando Valenzuela; secuestro y desaparición de los cineastas Carmen Bueno y Jorge Müller; torturas sistemáticas a decenas de personas, entre ellas mujeres embarazadas, historias de horror, silencios ahogados, ecos de la memoria frágil de un país cuyos muertos aún gritan justicia.
Frente a ese historial, que un candidato presidencial diga que “no cree todas las cosas que se dicen de él” significa una de las formas más perversas de reescribir la historia. Y cuando un diputado de su partido y comando sugiere que estos crímenes podrían analizarse junto con los de violadores de niños y niñas, cruzamos un límite que no deberíamos perder de vista, porque es un camino sin retorno hacia la impunidad.
Las nuevas generaciones no tienen por qué cargar con el dolor que vivieron las generaciones que los anteceden. Pero sí merecen saber la verdad completa, sin adornos ni distorsiones. Porque la memoria no es una carga: es un piso. Y cuando ese piso se fractura, lo que se debilita no es un sector político, sino la democracia misma y el tan anhelado Estado de Derecho que antaño nos costó tanto recuperar.
El déjà vu es evidente. Cada cierto tiempo, cuando la ultraderecha se siente cómoda y cree tener espacio, reaparecen los mismos símbolos, los mismos nombres, las mismas pulsiones autoritarias que ofrecen orden sin libertad y seguridad sin derechos. No es coincidencia: es estrategia. Y no se trata solo de los discursos; es una mirada al país que Kast representa, una visión donde los crímenes del Estado no se consideran un límite.
Frente a esto, la respuesta democrática no puede ser apenas la indignación coyuntural ni el repudio protocolar. El desafío es comprender que el debate sobre memoria no es un ejercicio del pasado, sino del presente. Es preguntarnos qué tipo de sociedad queremos sostener cuando alguien puede reivindicar -directa o veladamente- a uno de los represores más notorios de la dictadura sin enfrentar un costo político significativo. Es asumir que la defensa de los derechos humanos no se agota en fechas conmemorativas, sino en un trabajo cotidiano de educación, justicia y verdad.
El retorno simbólico de Krassnoff a la sombra de Kast no es un mero desliz. Es una advertencia. Y, como toda advertencia, exige que quienes creen en la democracia, en la dignidad humana y en el nunca más, respondan con claridad, firmeza y memoria activa. Porque la historia no se repite sola: se repite cuando alguien decide volver a encenderla. Y hoy, más que nunca, Chile necesita recordar que hay fuegos que jamás deben volver a prender para tener verdadera justicia y garantías de no repetición.
El 10 de diciembre no es un día más. Es la oportunidad de recordar que este país todavía busca a 1.469 personas. Y que hay quienes hoy quieren indultar a uno de los responsables directos de que esas familias sigan esperando. Contar esta historia no es volver atrás. Es advertir hacia dónde nunca debemos volver.