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La pérdida del centro
Foto: Agencia Uno

La pérdida del centro

Por: Claudio Araneda | 05.11.2025
Tanto “la derecha” como “la izquierda” son manifestaciones de ideas polares, la una abogando por la libertad económica (léase desregulación) y el bienestar individual, la otra abogando por la regulación estatal y el bienestar social. Bien puestas en su lugar, ambas son necesarias. Enfrentadas como soluciones únicas, no obstante, solo pueden anularse y destruirse mutuamente.

Cualquiera atento a los tiempos que corren habrá observado esto como un síntoma fundamental de la época: la pérdida del centro. No solo del centro en el sentido urbano de la palabra, potente y triste síntoma externo, sino del centro en su sentido más amplio y profundo.

Y sin duda, una de las manifestaciones más radicales de este fenómeno ha de ser observada, hoy por hoy, en el ámbito político. Caracterizado por una agudizada tendencia a la polarización y por un debilitamiento proporcional de aquel fenómeno que -a través de todos los tiempos- ha mantenido al cuerpo social unificado y coherente, la fuerza vital social: a saber, la comunicación directa cara a cara, el diálogo, la conversación, o como sea que se le quiera llamar.

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El caso es que, cada cuatro años, cual día de la marmota, nos encontramos en la misma encrucijada: o votar por la derecha o votar por la izquierda. No hay alternativas viables, no porque no existan sino porque no se ofrecen. Si gana la derecha, la izquierda no hace sino oponerse a todo lo que desde allí provenga. Y si gana la izquierda, lo mismo en el sentido opuesto.

En política no hay lugar para el “jogo bonito”. La pregunta que aquí cabe es: ¿hasta cuándo pagamos entradas para presenciar este espectáculo perverso en donde muy pocos siempre ganan y la gran mayoría siempre pierde? ¿Es esta la única versión del juego político? ¿Es esta la única versión de democracia? La respuesta es evidentemente un no rotundo.

A estas alturas no es noticia para nadie que el modelo de democracia representativa imperante en occidente representa cada vez menos el interés del ciudadano raso y cada vez más el interés de poderosos grupos económicos supranacionales, los que -a fuerza de lobby, coimas y (en el peor, pero cada vez más común de los casos) chantaje, infiltración, golpes, banderas falsas y asesinato-, manipulan la política y la economía global a voluntad, siendo la ola de golpes militares en la Latinoamérica de los 70s y el “caso Epstein” ejemplos paradigmáticos del ayer y el hoy. Para ser más exactos, al más puro estilo Foro Económico Mundial, manipulan la economía a través de la política.

Seguir alimentando la creencia de que, de la oposición permanente entre derecha e izquierda, los problemas sociales más urgentes y profundos serán eventualmente resueltos, a estas alturas de la biografía política de occidente, es una superstición que no podemos darnos el lujo de perpetuar.

Esto pasa por entender que tanto “la derecha” como “la izquierda” son manifestaciones de ideas polares, la una abogando por la libertad económica (léase desregulación) y el bienestar individual, la otra abogando por la regulación estatal y el bienestar social. Bien puestas en su lugar, ambas son necesarias. Enfrentadas como soluciones únicas, no obstante, solo pueden anularse y destruirse mutuamente.

Esto, por un lado. Por el otro, pasa por entender que, si hemos de avanzar, necesitamos una nueva forma de organizarnos socialmente, una que esté a la altura de los tiempos que corren, diríamos, del espíritu de la época. Y el espíritu de la época implora, desde los tiempos de Goethe, por el autogobierno. Atrás quedó la era de los faraones, los emperadores, los reyes, los señores feudales, los papas, los zares y los dictadores.

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Del mismo modo, atrás debe quedar la figura del presidente y del parlamento monolítico, de las cámaras altas y bajas como dispositivos de representatividad de los intereses del individuo. Dispositivos anacrónicos, ultra centralizados, ineficientes, anquilosados y proclives a todo tipo de malversaciones producto de su colusión normalizada con la esfera social económica.

Así entendido, lo que necesitamos no son partidos de derecha ni de izquierda ni de centro tanto como necesitamos actualizar nuestra práctica de la democracia. Esto pasa antes que nada por separar la esfera económica de la política, tal como la política fue eventualmente emancipada de la religión en el siglo XVIII. Una actualización de este tipo da como resultado inmediato un parlamento tripartito compuesto por un sub parlamento político/jurídico, un sub parlamento económico y un sub parlamento cultural. En palabras del sociólogo alemán Niklas Luhmann, un parlamento compuesto por subsistemas autopoiéticos.

Necesitamos luego, con urgencia, un sistema social compuesto no por individuos “de centro”, como normalmente se piensa, sino por individuos “en su centro”, con su Yo bien puesto, autogobernados, éticamente maduros, que se ponen voluntariamente al servicio de otros por vocación y no por interés. Todo esto, claro está, en el contexto de parlamentos locales y descentralizados que convergen en un parlamento central, cuya razón de ser no es otra que posibilitar la democracia directa, hoy solo una extravagancia de algunos cantones suizos.

Demás esta decir, estas ideas no provienen ni provendrán nunca del pensamiento marxista ni del liberalista, pues ambos extremos secuestran el sistema cultural y con ello, la individualidad humana, con motivos ulteriores. El impulso por una “trimembración social” fue inaugurado por Rudolf Steiner, fundador de la pedagogía Waldorf, de la agricultura biodinámica (predecesora de la orgánica), de la medicina antroposófica, de la Banca Ética y, sintomáticamente, autor de la Filosofía de la Libertad.

Allí se propone por vez primera la noción de “individualismo ético”: la idea de que los seres humanos a la altura de los tiempos que corren no son libres por decreto o porque obedezcan código moral externo alguno sino porque son capaces de reconocerse a sí mismos como seres morales y, en tanto tales, de obedecerse a sí mismos y actuar moralmente en todo momento.

¿Y usted, está -como lo está el autor de esta columna-, harto del centralismo administrativo, del paternalismo educativo, de la injusticia legal, de la corrupción a todo nivel y de los crímenes de estado como prácticas de gobierno normalizadas? Y, al mismo tiempo, ¿está dispuesto a exigir y a ejercer su humano derecho a practicar la libertad como la más importante práctica social y, con ello, dispuesto a trabajar por un nuevo orden social compuesto por individuos verdaderamente libres y en su centro?

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