
La saga de la descentralización regional continúa: El agridulce presupuesto 2026 y gobiernos regionales al pizarrón
La administración del presidente Gabriel Boric ha ingresado su último proyecto de ley de presupuestos para el año 2026. Quienes observamos la descentralización regional desde la academia encontramos aquí un buen momento para hacer balance: reconocer avances, advertir retrocesos y proyectar los desafíos pendientes en la gestión regional.
La descentralización en Chile se juega en tres planos: político, administrativo y fiscal. El primero es el que más ha avanzado, con la consolidación de la elección directa de gobernadores y consejeros regionales (CORE), logrado desde las administraciones anteriores. Con dos elecciones ya realizadas para la máxima autoridad regional desde 2021, se ha fortalecido la legitimidad política y la identificación ciudadana con estos cargos.
En el ámbito de la descentralización administrativa, entendida como la facultad de ejecutar las responsabilidades conferidas hacia las instancias regionales desde el nivel central, la Ley N°21.074 de fortalecimiento de la regionalización impulsó una estructura más robusta, incorporando nuevas divisiones, la posibilidad de crear áreas metropolitanas y el inicio de los procesos de transferencia de competencias. Sin embargo, su implementación ha sido gradual y desigual entre regiones, y persisten brechas importantes en capacidades técnicas y recursos humanos.
La descentralización fiscal, en cambio, es la dimensión más rezagada: los gobiernos regionales dependen casi por completo de transferencias del nivel central, sin fuentes propias de ingresos relevantes, a diferencia de las municipalidades. Los proyectos que podrían cambiar este panorama (presentados en 2018, 2020 y 2023) permanecen entrampados en el Congreso.
Estos requieren de un acuerdo político transversal que difícilmente se alcanzará en el corto plazo, pues versan en materias de responsabilidad fiscal regional, nuevos ingresos, capacidad de endeudamiento y otros temas que aún no logran consenso y que resultan indispensables para el equilibrio y sostenibilidad del proceso descentralizador.
Por su parte, la gestión de los gobiernos regionales no ha estado exenta de polémica. Algunos de estos han enfrentado procesos penales y administrativos, incluyendo la destitución de la gobernadora regional de Coquimbo, por parte del Tribunal Calificador de Elecciones (TRICEL), por notable abandono de deberes. A ello se suman los efectos de la pandemia y ciertas laxitudes normativas, que llevaron a canalizar recursos a través de instituciones privadas sin fines de lucro, antes aliadas clave, hoy bajo investigación.
Sin embargo, hay luces: la ejecución presupuestaria ha mejorado de manera notable, pues si en agosto de 2022 esta fue de un 35,4%, en agosto de este año alcanza un 50,1%, aunque con diferencias marcadas entre regiones y conocidos desafíos para evitar recurrir al nivel central para llegar al 100% de ejecución al finalizar cada año.
Esto es meritorio dado que, a falta de un cuerpo normativo actualizado y sólido aprobado por el Congreso Nacional, se han debido apoyar fuertemente en las glosas (textos que dan instrucciones para gastar o, como en este caso, que facultan a los gobiernos regionales) que cada año se revisan y proponen desde la DIPRES, y se discuten y aprueban con los respectivos proyectos de ley de presupuestos.
Entrando al análisis del proyecto de Ley de Presupuestos 2026, se aprecia una disminución general de recursos en la partida Financiamiento Gobiernos Regionales del 1,9% respecto de 2025, incluyendo una caída del 2,1% en inversión regional, en el marco de la política de consolidación del déficit fiscal del Ejecutivo. Sin embargo, más allá de los montos, el proyecto introduce medidas que podrían fortalecer la gestión regional y dotarla de mayor autonomía. Cuatro elementos destacan:
Ingresos propios: los gobiernos regionales podrán incorporar directamente en sus presupuestos lo recaudado por patentes mineras, derechos de agua, casinos de juegos, y otros derechos y patentes, lo que fortalece (aunque modestamente) la base fiscal regional. Hasta este año, sólo podían recibir el monto indicado en la ley, incluso si la recaudación hubiese sido mayor.
Flexibilidad en inversión: se permitirá ajustar proyectos hasta en un 10% sin necesidad de aprobación del CORE, lo que agiliza la gestión, reduce retrasos vinculados al calendario de sesiones del CORE y alinea la práctica con la normativa general aplicable al resto de los servicios públicos.
Educación y cultura regional: se asegura un mínimo de 1% para iniciativas culturales y se abre la posibilidad de transferencias a universidades con sede o casa central en las regiones, fortaleciendo el vínculo entre desarrollo territorial, conocimiento y cultura.
Áreas metropolitanas: se incluye un fondo especial para financiar la aplicación de las áreas metropolitanas, que son territorios urbanos de dos o más comunas de una región que comparten la utilización de diversos elementos de infraestructura, servicios y equipamiento, para coordinar la mejor integración de estos. Debería favorecer a conurbaciones como Alto Hospicio-Iquique o el área metropolitana del Gran Concepción, por citar ejemplos.
En suma, la descentralización chilena avanza, pero aún de manera incompleta. Los próximos pasos requieren más que glosas presupuestarias: urge una ley orgánica actualizada que defina reglas claras de financiamiento y responsabilidad fiscal regional, que dé certeza sobre cómo se financiarán los gobiernos regionales en el largo plazo y sincere cómo se gestionarán fuentes de financiamiento que son resabios de la obsoleta institucionalidad de las intendencias.
¿Por qué seguimos restándoles presupuesto a las regiones para gastos de emergencias en lugar de establecer un fondo dedicado a este fin? Superar esa lógica centralista sería una señal potente de confianza en la gestión territorial. El desafío (probablemente para la próxima administración) será superar la retórica descentralizadora a un marco fiscal moderno que garantice autonomía con responsabilidad. Solo así los gobiernos regionales podrán transformarse en verdaderos motores del desarrollo territorial y no en simples ejecutores de recursos del nivel central.
En conclusión, el proceso de descentralización chileno ha avanzado de forma lenta pero sostenida. La dimensión política se ha consolidado; la administrativa continúa madurando; y la fiscal aún espera su turno. El presupuesto 2026 no implica una expansión de recursos, pero sí recoge lecciones de los últimos años y abre un espacio para que los gobiernos regionales gestionen con mayor autonomía. La descentralización fiscal sigue siendo la deuda mayor, pero este proyecto de ley es una señal de que, pese a la lentitud, la saga de la descentralización regional continúa.