
Estatismo autoritario o cómo erosionar la democracia
En menos de una semana, dos hechos delinearon con nitidez la estrategia de la extrema derecha chilena. Por un lado, José Antonio Kast presentó su “Plan Marchas sin Violencia”, un paquete que endurece sanciones, traslada costos de daños a organizadores, refuerza los controles de identidad y promete proteger la identidad de agentes del orden, limitando la transparencia de la sociedad civil a una entidad pública.
Y con esto la premisa es clara, no es solo un gesto de autoridad; es una política pública orientada a disciplinar la calle como espacio de disputa democrática. Por otro lado, estalló el “caso bots”: una investigación televisiva y nuevas piezas periodísticas atribuyeron a una red anónima de cuentas la difusión sistemática de odio y desinformación contra candidatas presidenciales, vinculando la cuenta “Patito Verde” al periodista Patricio Góngora, quien además era parte del directorio de Canal 13.
Teóricamente este guión no es nuevo, pero creo necesario ponerle un nombre claro e identificable al proyecto que tiene la extrema derecha: estatismo autoritario. El teórico greco-francés Nicos Poulantzas describe esta forma de Estado como una creciente intervención radicalizada del aparato-fuerza sobre la vida individual de los sujetos, ya sea en su dimensión económico-social, como también la limitación draconiana y multiforme de las libertades formales de la sociedad, ya sea a nivel de fuerza represiva como la erosión democrática de la desinformación.
Es importante entender que no es que estemos hablando de una dictadura, fechable y medible en tiempo, sino de modular la democracia liberal con ataduras crecientes de control político e ideológico sobre la sociedad, además de una concentración de decisiones autoritarias en el poder ejecutivo. Es una forma de Estado principalmente bestia en momentos de pérdida de los consensos entregados por la hegemonía.
Leído hoy, el plan de Kast, que penaliza la organización y cubre con anonimato institucional a los agentes -al mismo tiempo que un ecosistema de cuentas encubiertas obra para intoxicar el debate público- encaja en esa definición. No hay tanques, golpes o dictadores con uniforme militar, hay decretos, protocolos, big data y marcos sancionatorios que convierten a la protesta en sospecha a priori y a la deliberación pública en un mercado de percepciones inducidas. La calle se vacía porque la sancionas; la conversación se difumina porque la intoxicas. Dos brazos, un mismo cuerpo: disciplinamiento preventivo de la participación social.
Este guion no es solo un discurso radicalizado para ganar posición en las elecciones; es una respuesta clara de una casta separada del pueblo para solucionar la crisis de legitimidad de su política: si fallan en el consenso, articulan mecanismos de disciplinamiento orgánico. Es limitar a los partidos, a los sindicatos, a los estudiantes y a la prensa. Se trata de hacer llegar tarde -o incluso no llegar- a la sociedad civil a las discusiones sobre el proyecto que se quiere construir como patria para todos; es hacer llegar tarde o mal informados al pueblo a la construcción de su nación.
En este abrazo entre estrategias es donde la derecha radical lee bien ese clima: securitiza la protesta para mostrar control inmediato y terceriza la una política de la mentira a ejércitos de cuentas que empujan afectos -miedo, rabia, humillación- hasta hacer ver “natural” lo que es una regresión de derechos. El orden aparece como bálsamo frente al desorden que la propia maquinaria digital ayuda a producir.
Cada tiempo de cambios en el mundo ha significado una reconfiguración radical de las formas de análisis y línea política de las generaciones que lo habitan. No se pueden desplegar las más duras contradicciones que habitan en el seno de una sociedad fragmentada en la estabilidad de sus instituciones; es una condición natural la necesidad de la existencia de la crisis de los aparatos ideológicos que entregan coherencia al ejercicio consensual de un modelo, para dar paso al autoritarismo.
El ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia ha descrito este período como un “tiempo liminal”, es decir, la crisis que origina un tránsito a una nueva forma de organización, en donde el horizonte predictivo que entregó orden a la sociedad comienza su desintegración, modificando las expectativas y erosionando las lealtades democráticas de una generación anterior.
En este sentido, la crisis puesta de la democracia liberal también implica que la sociedad pierda confianza en esta; no hay seguridad de cómo se vivirá mañana o si este modelo es capaz de asegurar la estabilidad. Porfiadamente, frente a los desplazados y omitidos por las condiciones estructurales, comienzan a ganar terreno las promesas autoritarias. La simpleza y generalidad que tiene esta forma de discursos entrega certidumbre a costo de la erosión radicalizada de la democracia.
¿Cómo se responde al escenario?
Lo primero es ponerle nombre y sacar caretas al discurso del orden; hay que desideologizarlo. No es solo “mano dura” o una “guerra sucia” impulsada comunicacionalmente contra sus contrarios; es la antesala desnuda de una forma de autoritarismo que combina un derecho penal preventivo, al mismo tiempo que una guerra algorítmica para afectar el acceso a la información.
Y resulta importante delimitarlo en estas coordenadas para poder sacar del fango la discusión política en la que se han incrustado estos fenómenos. No es una discusión moral sobre si nos gustan o no las manifestaciones; es una discusión jurídica sobre derechos constitucionales a la organización.
Y así también tenemos que poner herramientas para frenar la utilización de granjas y algoritmos para influir en la opinión de la ciudadanía. Esto no es una discusión sobre tutelar o controlar la libertad de expresión, sino una legislación que permita auditar campañas y el uso de granjas de bots y mecanismos de desinformación para ellas, que permita identificar y sancionar a quienes coordinen redes que afecten la decisión democrática de la sociedad. No es una gran reforma persecutora, es un estándar democrático sencillo: si una cuenta influye de forma sistemática en la opinión pública, su identidad o su carácter automatizado, no puede estar blindado detrás de opacidades que niegan la responsabilidad política.
Como tercer punto, es importante que el campo democrático sea capaz de articular abiertamente a la sociedad; se hace necesario que, fuera de la coyuntura electoral, la política vuelva a construir un horizonte común para este tiempo liminal. Es volver a poner en el centro las demandas estructurales de la sociedad, con resultados tangibles; pero no basta eso para reinstalar lealtades: también se debe ampliar, integrar y corregir la democracia. A riesgo de parecer un juego de palabras, necesitamos un proyecto que reintegre el demos al proyecto político.
En suma, el “orden” que proclama Kast y el “ruido” que se fabrica en la nube republicana, apuntan al mismo blanco: reducir el costo de gobernar con menos consenso y más obediencia. Una democracia saludable no puede aceptar que la movilización sea tratada como delito por defecto ni que la conversación pública sea un laboratorio clandestino de “Patitos Verdes”. Lo contrario -defender el derecho a organizarse y limpiar de sombras el espacio digital- no es un capricho progresista: es la condición de posibilidad de una vida democrática.