
De la sala al barrio: Prevenir la violencia es tarea de todos
En el último tiempo, hemos presenciado escenas que estremecen: Balaceras dentro de los colegios, estudiantes ingresando armas blancas, amenazas, agresiones entre pares y a docentes. Y aunque la respuesta institucional suele ser reactiva -castigos, expulsiones, aumento de vigilancia-, la raíz del problema requiere algo más profundo: prevención desde la comunidad.
Y no, no son hechos aislados. En varios establecimientos educacionales de Chile, estudiantes deben pasar diariamente por detectores de metales para ingresar a clases. Eso, por sí solo, es una señal alarmante. Si un colegio llegó a implementar esa medida, es porque ya ha vivido episodios de violencia lo suficientemente graves como para justificarla.
Pero debemos preguntarnos: ¿es este el camino que queremos? ¿Estamos dispuestos a convertir el acceso a la educación en un control de seguridad carcelario?
El mensaje que se transmite a niñas, niños y adolescentes es brutal: “Aquí no confiamos en ti”, “Te vemos como una amenaza potencial”. Ese mensaje no protege; lastima. Convertir las escuelas en zonas de vigilancia es una trampa. Esta medida es profundamente violenta: criminaliza a la niñez e impone un control que estigmatiza, normaliza el miedo, erosiona el vínculo educativo y afecta directamente la salud emocional. ¿Cómo construir confianza o comunidad partiendo del supuesto de que eres una amenaza?
Lo que nuestras escuelas necesitan no es más seguridad entendida como represión, sino más cuidado, más comunidad y más inversión social. No saldremos de esta crisis reforzando la vigilancia ni el castigo, sino fortaleciendo el tejido comunitario que contiene a nuestros estudiantes. Lo que pasa en las escuelas es el reflejo de una sociedad en crisis, donde la violencia se instaló en la cotidianidad.
Lo digo con total claridad: no saldremos de esta crisis reforzando la vigilancia ni el castigo. Lo que necesitamos es fortalecer el tejido comunitario que contiene a nuestros estudiantes. Lo que está pasando hoy en nuestras escuelas no es un fenómeno aislado. Es el reflejo de una sociedad en crisis, donde la violencia dejó de ser un fenómeno de “otros” para instalarse en la cotidianidad de niños, niñas y adolescentes.
Hace algún tiempo, una instancia me llenó de esperanza: el Consejo Consultivo Comunal de niños, niñas y adolescentes de Curicó. Es un espacio voluntario donde jóvenes de 11 a 17 años se organizan y levantan sus propias problemáticas: salud emocional, seguridad, recreación, entre otras. La Oficina Local de la Niñez (OLN) actúa como guía, facilitando la logística con el tono justo: sin protagonizar, porque los protagonistas son ellos.
Lo más impactante es que no dependen de adultos para decidir. Se organizan, se escuchan, diseñan talleres y replican la información en sus establecimientos. Son verdaderos agentes de cambio, apoyados por colegios que fomentan su participación, reconociéndolos como sujetos de derecho. Eso también es prevención. No hay política preventiva más poderosa que darle a los jóvenes las herramientas para incidir en sus propios entornos.
Dicho esto, no se trata de una fórmula mágica. Sabemos que existen establecimientos con altísimo riesgo psicosocial, inmersos en violencia estructural, donde el colegio es el único lugar de contención emocional o donde, si los niños no van, no comen. Lugares donde no hay redes comunitarias fuertes producto el aislamiento geográfico.
Por eso, esta es una invitación a actuar desde donde estemos, con lo que tengamos. A no esperar que otros solucionen lo que pasa en nuestros barrios y comunidades. El cambio es complejo y lento, pero es posible si nos movilizamos desde la acción concreta y el compromiso cotidiano.
¿Qué podemos hacer desde la escuela? Hay acciones sencillas pero efectivas que marcan la diferencia:
Fomentar espacios de diálogo y participación estudiantil para que sean parte activa de las decisiones.
Incluir la educación socioemocional como base estructural del currículo.
Fortalecer los vínculos con las familias, convocándolas con respeto y sin juicio para que sean parte de la solución.
Trabajar con redes territoriales (salud, infancia, organizaciones comunitarias), pues lo que pasa en la escuela no se resuelve solo dentro de ella.
Capacitar y cuidar a los equipos docentes, que son la primera línea de contención y los más expuestos al desgaste.
Cuando las cosas se hacen bien, como en la OLN de Curicó, hay que visibilizarlas. Sin duda existen múltiples instancias de diálogo en otras comunas; el desafío es valorar y potenciar lo que ya tenemos para que se vuelva la norma, no la excepción.
Prevenir la violencia es una tarea colectiva, donde la seguridad se construye con la comunidad, no se impone con miedo. Para que la educación sea un territorio de esperanza y no un espacio bajo sospecha, nadie puede quedarse al margen.