
El vértigo de la inmediatez
“En ese aquí y en ese ahora principia algo: un amor, un acto heroico, una visión de la divinidad…”
Octavio Paz, El arco y la lira
Tengo la impresión de que, desde hace algunos años, la palabra “ahora” ya no significa lo mismo.
No mucho tiempo atrás el ahora era un instante que podías sostener entre las manos, respirarlo, mirarlo a los ojos. No era esta sucesión incesante de alertas, mensajes y notificaciones que nos empujan a responder sin respirar. Hoy, el “ahora” no dura nada: apenas aparece, ya está siendo barrido por otro que correrá la misma suerte.
Vivimos en la tiranía de lo que llamamos “tiempo real”, como si la inmediatez fuera sinónimo de verdad. Leemos titulares antes de comprenderlos, opinamos antes de entender, reaccionamos antes de escuchar y -lo que es peor- antes de reconocer lo que sentimos.
En este torbellino, las emociones se vuelven superficiales: apenas las rozamos y ya las dejamos atrás, como si fueran imágenes que deslizamos con un dedo. El presente dura un instante y, en nuestra prisa por llegar a lo siguiente, lo dejamos escapar como si nunca hubiera existido.
Nuestro cerebro necesita pausas para consolidar la memoria y procesar lo vivido. Cuando no las hay, la atención se fragmenta y la mente se transforma en una bodega llena de ecos, donde incluso la propia voz se pierde. Lo que debería conmovernos, se diluye; lo que debería doler, se entumece; lo que debería alegrarnos, se evapora antes de convertirse en recuerdo.
La filosofía lo advirtió mucho antes de las redes sociales. Los griegos diferenciaban chronos -el tiempo que avanza como un reloj- y kairos, el momento oportuno, el instante en que algo cobra sentido. La inmediatez en la que vivimos ha sacrificado el kairos en favor de un chronos acelerado, donde el valor de las cosas se mide en segundos de atención.
Quizá el desafío no sea desconectarnos por completo, sino aprender a cultivar espacios donde la urgencia no mande. Pausas para que la palabra encuentre su peso, para que la emoción encuentre su forma y para que la vida deje de pasarnos como un carrete en modo acelerado.
Porque, aunque no podamos detener el tiempo, sí podemos decidir la velocidad a la que lo vivimos… y la profundidad con la que lo sentimos.