
Cuidar para educar: El desafío de una inclusión real
¿Qué pasa cuando los adultos que trabajan en nuestras escuelas -docentes, asistentes, directivos, profesionales de apoyo- no cuentan con las habilidades, capacidades o la voluntad necesaria para acompañar a estudiantes que enfrentan vulnerabilidades o requieren apoyos especiales?
La respuesta duele: esos niños, niñas y adolescentes quedan desprotegidos, invisibles en un sistema que se declara inclusivo, pero que muchas veces no lo es en la práctica.
Habilidad y capacidad no son lo mismo, aunque se necesitan mutuamente. La Real Academia Española define habilidad como la disposición para hacer algo, y capacidad como el conjunto de recursos y actitudes para cumplir una tarea.
En educación, no basta con la formación técnica: se requiere también voluntad, compromiso, una disposición ética y emocional y de habilidades y capacidades para trabajar con quienes más nos necesitan.
En la escuela, la tarea siempre es colectiva. Profesores, asistentes, directivos, profesionales psicosociales y administrativos formamos una red que sostiene a los estudiantes. Después de más de 15 años trabajando en un colegio de alta vulnerabilidad en Santiago he visto cómo, muchas veces, falta no solo preparación, sino también el genuino deseo de acoger y responder a la diversidad de realidades que llegan al aula.
Esto se nota especialmente en los primeros niveles educativos, donde las necesidades emocionales y académicas son más intensas y requieren abordajes transdisciplinarios y profesionales.
Las razones de esta brecha son conocidas: estructuras rígidas que impiden innovar, sobrecarga laboral que desgasta, egos que frenan la colaboración, discusiones internas que desvían la atención y un adultocentrismo que deja a los estudiantes en segundo plano. El foco se pierde, y el bienestar y aprendizaje de niñas, niños y jóvenes deja de ser el centro, reemplazado por luchas internas del propio sistema.
Frente a esto, la formación profesional de quienes trabajan en educación debe ir más allá de lo técnico. Necesitamos profesionales capaces de acompañar desde la empatía, la ética y la humanidad, con una visión de justicia social y derechos.
La inclusión no puede quedarse en el discurso: debe convertirse en acciones concretas y sostenidas, como la capacitación continua, el trabajo articulado con familias, la adaptación de estrategias pedagógicas o la generación de protocolos claros para atender necesidades diversas.
También hacen falta liderazgos que inspiren y fortalezcan equipos, que convoquen a la colaboración y que no teman señalar las carencias estructurales que impiden atender de manera digna y efectiva a todos los estudiantes. El cambio real se construye en la intersección entre la política pública, la voluntad institucional y el compromiso personal.
La pregunta que debemos hacernos no es solo qué tan bien enseñamos, sino a quiénes dejamos fuera cuando no sabemos, no queremos o no podemos enseñarles como lo necesitan. La verdadera inclusión empieza con la decisión genuina de cuidar, comprender y acompañar.
Porque si ellos no son el centro, ¿para qué existe la escuela? Responder esta pregunta es nuestro mayor desafío. Y la respuesta debe ser clara: cuidar, comprender y acompañar no es un gesto opcional, es la esencia misma de la educación.