
Cuando pensar se vuelve peligroso
Muy pronto serán 20 años desde que comencé mi carrera estudiando cómo funciona el cerebro. Mi padre, mi madre, mi familia, mentores y amigos lograron ayudarme a dar cada paso.
¿Pero saben a quién -también- le debo mucho?
A los Estados Unidos de América: a través de sus políticas públicas de diversidad, equidad e inclusión (DEI) y mi ética de trabajo, logré financiar mi vida y mi investigación por casi una década.
Hoy miro con tristeza cómo desde Estados Unidos hasta Argentina, está en marcha una ofensiva coordinada contra la ciencia, el pensamiento crítico y la autonomía universitaria. Lo que está en juego no son solo presupuestos o planes de estudio, sino el control sobre qué se puede investigar, enseñar y pensar: el control epistémico de la sociedad.
En Estados Unidos -el supuesto bastión de la libertad- esta cruzada ha tomado la forma de intervenciones políticas en la vida universitaria. Se han condicionado fondos federales, se ha exigido la renuncia de autoridades, se han cerrado oficinas de diversidad, equidad e inclusión (DEI) y se han censurado investigaciones "incómodas" para el gobierno.
Por ejemplo, la presión sobre la Universidad de Virginia para reemplazar a su rector es parte de una estrategia que Donald Trump y su movimiento han perfeccionado siguiendo el modelo de Viktor Orbán en Hungría: vaciar de contenido crítico a las universidades para convertirlas en brazos obedientes del poder.
Argentina no se queda atrás. El presidente Javier Milei ha iniciado un brutal ajuste que incluye el desmantelamiento de organismos clave como la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación. Mediante el decreto 447/2025, se redujo su dirección plural a una estructura mínima designada por el Ejecutivo, eliminando toda participación académica y federal.
Se busca centralizar el poder en los designados políticos y enfocándose en productividad cortoplacista. Se justifican estas medidas en nombre de la “eficiencia” y la "utilidad productiva", vetando proyectos considerados "de dudosa utilidad" como los que abordan subjetividades o enfoques “no productivistas”. Más de 340 institutos se declararon en alerta.
Las consecuencias ya son visibles, con un éxodo de científicos, recortes salariales, desaparición de becas, y una pérdida generacional de investigadores.
No se trata de excesos ideológicos puntuales, sino de un nuevo caso de autoritarismo epistémico que busca redefinir la relación entre conocimiento y poder. Las universidades críticas, plurales y autónomas estorban a quienes quieren imponer una única visión del mundo: utilitaria, obediente y despolitizada.
¿Puede algo así ocurrir en Chile? Más de lo que imaginamos. Aunque de forma menos explícita, también aquí se libra una guerra contra una de las habilidades metacognitivas más importantes: el pensamiento crítico.
En un año de elecciones presidenciales, hay tres candidaturas que en distintos momentos de la historia reciente han abiertamente defendido la dictadura cívico-militar chilena, elogian modelos quasi-autoritarios como los de Trump y Milei, y transmiten una desconfianza hacia las universidades como espacios de pluralismo y crítica. El silencio sepulcral ante lo que Estados Unidos y Argentina le están haciendo a sus modelos científicos es preocupante.
Tomando en consideración la precariedad de nuestro ecosistema científico donde el gasto histórico en investigación y desarrollo (I+D) es alrededor del 0,3% del PIB, según la OECD, lo que nos deja debajo de países como México y Letonia. Además, hoy en día -si bien se hacen pequeños esfuerzos- el ecosistema desincentiva la ciencia teórica, margina la investigación inter/transdisciplinaria y se promueve una universidad profesionalizante, técnica, funcional, desvinculada de la reflexión y el disenso.
Esta no es solo una amenaza institucional: es una amenaza cognitiva. Desde la neurociencia humana -que entiende la mente como encarnada, apoyada por el entorno y en constante interacción con él- sabemos que el aprendizaje complejo, la reflexión crítica y la creatividad necesitan de ambientes sociales abiertos, colaborativos y diversos.
Universidades empobrecidas, tecnificadas o censuradas afectan directamente las condiciones que permiten el pensamiento plural. No es solo que se cierre un laboratorio: se reduce la posibilidad misma de pensar el mundo de otra forma.
La investigación en neurociencia ha mostrado que el pensamiento crítico no es un “lujo académico”, sino una función fundamental del cerebro humano. La evaluación de argumentos, la toma de perspectiva y la regulación emocional implican redes cerebrales distribuidas que se activan en contextos sociales ricos, diversos y deliberativos. Cuando se empobrecen esos contextos -como sucede con la censura o el desfinanciamiento- también se limita el desarrollo de esas funciones cognitivas.
No se trata de alarmismo, sino de memoria histórica. Durante la dictadura cívico-militar chilena se abolieron la autonomía universitaria y las disciplinas críticas. Más de 50 años después, seguimos lidiando con sus consecuencias: una educación fragmentada, una investigación precarizada, disciplinas estancadas y una ciudadanía que a menudo no encuentra espacios legítimos para pensar el país. Nuevamente, el silencio de los principales candidatos debería preocuparnos.
Las verdaderas universidades no son empresas ni cajas pagadoras. Son ecosistemas vivos donde convergen ciencia, cultura y democracia. Son lugares donde se cultiva la imaginación social que necesitamos para enfrentar los grandes desafíos de nuestro tiempo: el cambio climático, la desigualdad, la inteligencia artificial, la salud mental y más.
Debemos defender a las universidades como bienes públicos, como espacios de libertad, de diálogo y de cuidado. No se trata solo de proteger aulas o programas académicos. Se trata de proteger nuestra capacidad de pensar en común.
Recordemos: la mente no reside solo en el cerebro. Surge del diálogo entre cuerpo, entorno y cultura. Hoy, ese entorno se está reconfigurando para reducir la mente a obediencia, el aprendizaje a repetición y la diferencia a amenaza. Pero la mente humana florece en la diversidad. La ciencia necesita disidencia. Y la democracia, educación.
La conservación y defensa de la ciencia y el conocimiento para el presente y el futuro es una tarea de todas y todos. No podemos fallar.