
La deriva narcomilitar en Chile
El crimen organizado ya ha logrado infiltrar a las Fuerzas Armadas chilenas. Este mes de julio, y con pocos días de diferencia, siete suboficiales del Ejército fueron sorprendidos trasladando 192 kilos de cocaína desde Iquique a Santiago. Según estimaciones conservadoras, esta operación les habría reportado un beneficio cercano a los tres millones de dólares. ¡Sí, tres millones!
Pocos días después, cinco suboficiales de la Fuerza Aérea fueron sorprendidos intentado trasladar cuatro kilos de ketamina en un avión institucional. ¡Sí, institucional! La pregunta que surge de inmediato es si estos casos son aislados o si, por el contrario, son la expresión visible de una operatoria sistemática de los denominados narcomilitares.
Como historiador, debo recordar que la relación entre drogas, crimen organizado y militares no es nueva. Investigaciones periodísticas rigurosas, como las llevadas a cabo por CIPER, han demostrado que, bajo la dictadura de Augusto Pinochet, “el Complejo Químico del Ejército vendió éter -fundamental para procesar cocaína- a narcotraficantes”.
Además, sustentado en un informe confidencial de la DEA, el mismo reportaje concluía “que en 1975 Augusto Pinochet Ugarte autorizó un contrabando de cocaína hacia Estados Unidos”.
Años antes, el periodista, Jonathan Franklin, del prestigioso periódico inglés The Guardian, descubrió, a partir del testimonio judicial de uno de los más cercanos colaboradores de Pinochet, el director de su policía política, Manuel Contreras, que: “Pinochet ordenó al ejército construir un laboratorio clandestino de cocaína en Talagante, una ciudad a 40 kilómetros de Santiago. Allí hizo que los químicos mezclaran cocaína con otros productos químicos para producir lo que Contreras describió como "cocaína negra" capaz de ser contrabandeada a través de agentes de drogas en Estados Unidos y Europa”.
Como se puede apreciar, la raíz del vínculo entre narcotráfico y militares no es nueva, estamos, más bien, frente a otra de las herencias oscuras de la última dictadura.
Ahora bien, especialistas en criminología señalan que detrás de la relación narcotráfico y militares se abren otras aristas delictuales, igualmente preocupantes, como es el tráfico de armas, ámbito en el cual la vulnerabilidad de los arsenales institucionales ya ha quedado en entredicho.
Así aconteció recientemente cuando se condenó a un civil por robar el armamento de guerra a dos funcionarios de la Armada, hecho que pone en entredicho los mecanismos de reguardo y control interno de las FF.AA. y policías.
Además, recordemos que fueron noticias públicas en 2024, tanto los dos funcionarios de la PDI que formaban parte de una célula del “Tren de Aragua”, así como la denominada banda de “los pulpos verdes”, donde 12 carabineros de una comisaría de Estación Central fueron detenidos, acusados de que, portando sus uniformes, cometían delitos de cohecho, apremios ilegítimos, hurto, detenciones ilegales y tráfico de drogas.
¿Pero cómo llegamos a esto? La respuesta está en una corrupción estructural previa. Recordemos que para Transparencia Internacional, “la corrupción es el abuso del poder encomendado para beneficio privado”. En la misma línea, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción exige a los Estados tipificar penalmente el delito de corrupción de funcionarios públicos, particularmente cuando esta tiene por objetivo obtener beneficios indebidos que le son impropios a su cargo.
En ese sentido, y lamentablemente, en instituciones altamente jerarquizadas, como las FF.AA. y las policías, el mando hace ya bastante tiempo que no ha estado a la altura moral del ejercicio ético de sus funciones. Mediáticos y escandalosos han sido los casos conocidos como “Milicogate” o “Pacogate”, que en el último tiempo llevaron al procesamiento judicial por corrupción de cuatro excomandantes en jefe del Ejército, tres generales exdirectores de Carabineros y dos exdirectores de la PDI.
Cuando la cadena de mando carece de legítima autoridad moral, sus subalternos pueden asumir que el delito es un medio válido para enriquecerse en esta sociedad marcada por lo aspiracional.
Esta percepción se ve reforzada cuando algunos de los altos mandos terminan siendo absueltos por una justicia militar marcada muchas veces por la impunidad, ya que sus jueces son militares en servicio activo, muchas veces subordinados de los propios acusados, y a los cuales ni siquiera se les exige un título profesional de abogado para ejercer tan importante función.
En este delicado asunto, tanto la Relatoría Especial de la ONU como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han denunciado, desde hace años, que la justicia militar chilena adolece de imparcialidad e independencia a la hora de juzgar a sus pares.
En síntesis, el narcotráfico no penetró nuestras instituciones militares o policiales al azar. Lo hizo porque encontró profundas grietas morales, abiertas desde la dictadura, acentuadas por la corrupción de sus mandos y evidenciadas por los escándalos actuales. Especialmente grave es que quienes, vistiendo uniforme y detentando el monopolio legítimo de las armas, optan por servir al delito, instante en que dejan de ser símbolos del orden institucional y se transforman en un brazo armado más de la delincuencia.
Ahora bien, esta triste realidad social no constituye un fenómeno aislado, sino que representa el reflejo estructural de un modelo económico que, por esencia y forma de funcionamiento, resulta intrínsecamente deshumanizante. Así, la colusión, la corrupción o el crimen organizado no solo se han normalizado, sino que -previsible y lamentablemente- seguirán haciéndolo, incluso con mayor intensidad en los próximos años, ya que son una consecuencia inevitable de un orden social neoliberal que privilegia, y por lo tanto promueve, el tener por sobre el ser.