
Crimen organizado, crisis institucional y capitalismo sin freno
La liberación de Osmar Ferrer Ramírez -cuyo verdadero nombre es Carlos Alberto Mejía Hernández-, sicario acusado de asesinar al “Rey del Meiggs”, constituye algo más que un gravísimo error judicial. Es síntoma de una estructura estatal agrietada frente al crimen transnacional. Cuando las instituciones ya no logran sostener la ficción de control, el problema trasciende lo jurídico: se transforma en una cuestión política y sociológica.
Desde hace más de una década, las fronteras entre Estado y crimen organizado se han vuelto porosas. Ya no se trata solo de “infiltración”, sino de una simbiosis funcional. Instituciones debilitadas permiten la acción de organizaciones con poder logístico y armado. El avance del Tren de Aragua no responde a una “ola migratoria”, sino a redes criminales que se mueven por los mismos canales que la movilidad humana desprotegida.
Liberar a un sicario es un acto performativo: no solo refleja una crisis, la materializa. Mientras jueces y fiscales se reparten culpas, el crimen gana poder simbólico y territorial. Podríamos retrotraernos al segundo gobierno de Sebastián Piñera, cuando se alentaron flujos migratorios sin garantías institucionales. La entonces ministra Cecilia Pérez afirmaba en 2019 que Chile seguiría recibiendo migrantes “hasta que el país lo resista”, ignorando que por esas rutas ya operaban redes delictivas estructuradas desde cárceles como Tocorón.
Hoy las respuestas son erráticas. La visita del exministro Monsalve a Caracas, en enero de 2024, permanece envuelta en silencio. No se sabe qué se discutió ni qué se acordó. A esto se suma la ruptura diplomática con Venezuela, que impide la expulsión de condenados. El problema no es solo político, sino también jurídico y operativo.
La crisis compromete también la gobernabilidad. Se ha propuesto crear una nueva Agencia Nacional de Inteligencia, pero el Congreso no logra articular un consenso. Esta parálisis convierte a la dispersión institucional en terreno fértil para el crimen. Más aún cuando ni siquiera las Fuerzas Armadas han quedado indemnes: la infiltración en la Fuerza Aérea, históricamente considerada “reserva moral”, desmorona ese imaginario.
El abandono estructural del Norte Grande no es nuevo. En Antofagasta, el senador Pedro Araya ha denunciado locales de venta de carcasas de celulares que, por su ubicación y costo, evidencian lavado de dinero. En zonas como Paranal, mafias organizan tomas ilegales de terrenos, publicitadas incluso en redes sociales. En Coquimbo, prolifera el fenómeno de las “barberías fantasmas”. En Santiago, todos saben que el Persa Bío-Bío opera como centro de reventa de celulares robados. Las autoridades lo saben. Pero no actúan.
Lo que se revela aquí no es sólo una falla operativa, sino una profunda crisis de voluntad política. Cuando no existe voluntad para enfrentar al crimen organizado, lo ilegal se vuelve habitual, y lo habitual se normaliza. Lo primero que se requiere es decisión política.
Por ejemplo, es fundamental levantar el secreto bancario para seguir la ruta del dinero. Pero eso no ocurre. ¿Por qué? Porque hay sectores políticos -particularmente en la derecha- que se oponen abiertamente. La razón es evidente: estas medidas también pueden afectar ganancias de origen dudoso que circulan en zonas grises de la economía legal.
Todo esto forma parte de una lógica más amplia: la expansión de un capitalismo sin regulación, donde el crimen organizado se convierte en su versión más radical y desinhibida. En ese marco, el Estado de Derecho es reemplazado por el poder del dinero a cualquier costo.
Y, paradójicamente, muchos de los valores que la derecha proclama -defensa del mercado, libertad de empresa, maximización de ganancias- son utilizados también para justificar o encubrir prácticas ilícitas. En efecto, se configura una continuidad ideológica entre el discurso promercado y ciertas formas de criminalidad económica: ambos persiguen el lucro, rechazan los límites y erosionan toda frontera ética o legal.
Como escribí en una columna publicada en El Desconcierto hace un tiempo atrás (Crimen organizado, capitalismo y la advertencia de Giovanni Falcone), el crimen organizado representa la vanguardia del capitalismo. Si no se toma una decisión efectiva para desarticular esta economía subterránea -que moviliza miles de millones y corroe el tejido institucional desde dentro-, entonces sí: estaremos completamente perdidos.
Finalmente, y he aquí mi posición normativa. No quiero que en mi país a futuro los niños terminen involucrados como “soldados del narco”. Tampoco quiero que, frente al desempleo estructural que atraviesa Chile desde hace muchos años, los jóvenes de sectores populares opten por ganar dinero de cualquier forma, a cualquier costo. No podemos normalizar secuestros, la extorsión ni este clima de violencia. Simplemente, no es aceptable.